El domingo pasado paseaba por un pueblo playero de las costas del estado Miranda, gobernado por Henrique Capriles, cuando me abordó una mujer menuda y encorvada.
A dos meses de las votaciones parlamentarias venezolanas, el presidente Nicolás Maduro propone a los líderes de la oposición suscribir un pacto para aceptar los resultados de los comicios previstos para el 6 de diciembre, como si se tratara de un acto de benevolencia y no de una regla elemental de cualquier justa electoral, la número 20 a la que se somete el chavismo.
La Real Academia Española de la lengua define el cinismo como “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”.
Kevin recibió un trasplante de riñón el primero de abril del año 2000. Desde aquel sábado toma diariamente medicamentos para que su cuerpo no rechace el órgano y ponga en riesgo su vida.
Guasdualito es un pueblo de más de 100 mil habitantes, ubicado en el estado venezolano de Apure, a menos de 20 kilómetros de la frontera con Colombia.
Felipe González es más poderoso que el papa Francisco, al menos en Venezuela.
Recién llegado desde La Habana a Caracas, Nicolás Maduro anunció a todo gañote y como una gran hazaña un aumento de 30% del salario mínimo para julio, en un país que en 2014 acumuló 64,7% de inflación y que ya habría sobrepasado los tres dígitos en lo que va de este año, según alertan economistas independientes.
Hace varias semanas el gobierno venezolano sembró tarantines rojos en las esquinas de pueblos y ciudades en Venezuela, apertrechados con cornetas que disparan la voz de Hugo Chávez mientras canta el himno nacional o recita eslóganes de campañas pasadas, para llamar a la gente a respaldar con su firma la consigna “Obama, deroga el decreto ya”.
Agotada, abrumada, confundida. Así quedó una amiga después de hacer siete horas de cola para comprar dos paquetes de café, dos desodorantes, dos frascos de leche y un trozo de queso mozarela en un supermercado subsidiado por el Estado venezolano en Caracas.
Justo antes de sentarme a escribir esta columna repicó el teléfono. La llamada cambió mi ánimo, y sin proponérmelo mutó el enfoque de esta opinión. Pretendía ensayar un análisis sobre la última devaluación que anunciaron voceros del gabinete de Nicolás Maduro este martes.
“El que quiera comer importado, cómo no, que lo haga pero con los dólares suyos, no con las divisas de todos”.
El lunes 8 de diciembre, Nicolás Maduro cerró una convención de partidos aliados al oficialismo con una encomienda para sus militantes: buscar a “confundidos” y “descontentos” para explicarles la “verdad revolucionaria”.
Sacudidos por la matanza de los normalistas de Guerrero, los latinoamericanos no podemos evitar vernos reflejados en el espejo de una violencia que atraviesa las entrañas de los tribunales, las policías, los cuarteles militares, las escuelas, las familias y las conciencias.
Cada semana se va un amigo, una pareja, una familia entera de Venezuela.
La semana pasada el presidente del Colegio de Médicos de Aragua, estado vecino a Caracas, reportó la muerte de ocho personas por un “virus desconocido”.
La semana pasada me tocó salir de Venezuela. Tenía previsto viajar desde Caracas en un vuelo que American Airlines canceló porque no encuentran la forma de que el gobierno de Nicolás Maduro les liquide los 750 millones de dólares que les adeudan desde el año pasado.
El presidente Nicolás Maduro llega a las puertas del III Congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela, convocado desde el 26 hasta el 29 de julio, atado de pies, manos y lengua a la lealtad irrestricta hacia un modelo económico insostenible.
A menos de dos meses de que los venezolanos presenciáramos en cadena nacional de radio y televisión la reunión entre el gobierno y la oposición para arrancar un proceso de diálogo, la tentativa de acercamiento se empantanó, primero, por la abrupta detención de 243 jóvenes que instalaron campamentos de protesta en plazas de Caracas; luego debido a la negativa del Ejecutivo de liberar al comisario Iván Simonovis (emblema de los presos políticos de la disidencia); y la semana pasada tras la decisión del Ministerio Público de llevar a juicio a Leopoldo López como artífice de las manifestaciones que encendieron el 12 de febrero un ciclo de incesante conflictividad en las calles.
El jueves 10 de abril, Venezuela presenció en cadena de radio y televisión un ejercicio político sin precedentes en la era del chavismo: una mesa de diálogo entre el gobierno y la oposición encabezada por el presidente de la República.
A un año de la elección de Nicolás Maduro como presidente y a dos meses de que arrancaran las protestas estudiantiles que cristalizaron la profunda polarización que fractura a Venezuela, esta semana el país cruzó un umbral que no se avizoraba hace 15 días y que hoy se erige sobre dos pilares fundamentales: reconocer la necesidad de diálogo y acudir a mediación internacional para construir confianza entre las partes.
Este miércoles se cumplió un mes desde que los estudiantes tomaron las calles para protestar en Venezuela.
La semana pasada, el gobierno venezolano ordenó instalar un tribunal en un comando militar para juzgar y encarcelar a tres estudiantes que protestaban contra la inseguridad, acusados de haber cometido el delito de “asociación para delinquir”.
Rodeado por alcaldes y gobernadores del chavismo y la oposición, Nicolás Maduro promete meditar sobre por qué nos matamos en Venezuela. Se da un mes de plazo para conseguirle una solución “a lo que algunos llaman inseguridad, pero que más bien se trata de ausencia de paz social”.
Algún instinto de supervivencia debería indicarle a Maduro que es hora de deslastrarse de fanatismos ideológicos y asumir que debe dialogar con la otra mitad del país para campear el colapso económico que se avecina.
Resuena en las largas colas que se forman en los supermercados, en foros de discusión en internet y en las infidencias que los empleados públicos y los militares activos se permiten hacer en círculos de confianza: “El país no aguanta más esta situación”.
El pasado martes 8 de octubre, Nicolás Maduro invirtió tres horas de discurso ante la plenaria de la Asamblea Nacional venezolana en justificar por qué conviene a Venezuela que se le deleguen poderes especiales durante un año para que postergue lo inevitable: la aplicación de un paquete económico de ajustes estructurales que permita reflotar la economía nacional.
El Banco Central de Venezuela ya no se esfuerza en disfrazar los números: el índice de escasez llegó a 20% este mes. Pero tenemos patria.
Después de tres meses de incertidumbre, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) emitió la sentencia que todos en Venezuela, oficialistas y opositores, intuíamos como inevitable.
A Maduro se le escapa una infidencia que aparentemente pasa desapercibida: “Tengo un seguimiento al pelo de cada dirigente político de la derecha venezolana (…) Hay que verlos llamar desesperaditos a la embajada gringa”. Es decir, la revolución bolivariana también nos graba.
Los venezolanos somos propensos a “echarnos los cuentos” en las colas. Un banco, la parada del autobús, o la entrada del cine; cualquier escenario es propicio para recomponer los entuertos nacionales con un compatriota desconocido.