A menos de dos meses de que los venezolanos presenciáramos en cadena nacional de radio y televisión la reunión entre el gobierno y la oposición para arrancar un proceso de diálogo, la tentativa de acercamiento se empantanó, primero, por la abrupta detención de 243 jóvenes que instalaron campamentos de protesta en plazas de Caracas; luego debido a la negativa del Ejecutivo de liberar al comisario Iván Simonovis (emblema de los presos políticos de la disidencia); y la semana pasada tras la decisión del Ministerio Público de llevar a juicio a Leopoldo López como artífice de las manifestaciones que encendieron el 12 de febrero un ciclo de incesante conflictividad en las calles.
La oposición presentó una agenda de prioridades (amnistía para los presos políticos, desarme de grupos paramilitares, renovación de los poderes públicos, y la creación de una Comisión de la Verdad para investigar a los responsables de la violencia en las manifestaciones). Se acordaron mesas de trabajo para discutir sobre esos puntos y se ensayó un cronograma de reuniones que por primera vez en quince años de gestión chavista pareció normalizar los encuentros políticos entre los dirigentes oficialistas y los opositores, con la intermediación directa de tres cancilleres de Unasur y la nunciatura apostólica.
Como si tuviese algún sentido suponer que actores políticos se sentarán a buscar mínimos comunes sin hacer concesiones ni honrar compromisos, el viernes 16 de mayo el presidente Nicolás Maduro aseguró que aquella mesa “es para el diálogo, no para hacer negociaciones ni pactos”. Como si no existiese una severa crisis de escasez generada por la falta de divisas para importarlo todo y que no ha podido ser subsanada con la reforma del sistema cambiario. Como si no estuviese pendiente la ejecución de un programa de ajustes económicos que incluye el aumento de la gasolina y los servicios básicos. Como si la inseguridad no desafiara el monopolio del Estado sobre el uso de la violencia. Como si Venezuela no se hubiese convertido en una sociedad estructuralmente polarizada en dos toletes que se desconocen entre sí, mientras un tercer sector más pragmático sigue a la espera de propuestas y medidas que le ofrezcan condiciones para vivir mejor. En paralelo, la estrategia de acoso y derribo contra la prensa independiente no solo ha desmantelado redacciones negadas a subyugarse a la censura, sino que ha normalizado la condena a la libertad de expresión porque la resistencia al bloqueo oficialista se ha hecho cada vez más costosa e inviable.
En principio, el diálogo propició una oportunidad beneficiosa para ambas partes: al Ejecutivo le permitió recoger la cabuya de la represión y encauzar por vías políticas el cese de la violencia en las manifestaciones. A la oposición le brindó finalmente la posibilidad de asumir su rol como contrapeso del gobierno con una hoja de ruta para alcanzar logros concretos. Sin embargo, las presiones de los radicales acabaron por torpedear el acercamiento.
Maduro no podía justificar la liberación de Simonovis, principal responsable tras las rejas por las muertes registradas en el centro de Caracas durante el golpe de Estado contra Hugo Chávez el 11 de abril del 2002, a las puertas del tercer congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Presionado por sus antiguos colegas cancilleres, el presidente necesita el blindaje internacional que le ofrece Unasur, pero también el respaldo de las bases y de los dirigentes chavistas que exigen la profundización del Socialismo del Siglo XXI, una ambición que no admite concesiones ni retrocesos, menos aún dentro de un aparato gubernamental cada vez más militarizado. También requiere de los que creen que las reformas económicas son necesarias para evitar que la recesión se lleve a la revolución por los cachos.
El juicio a López, la orden de captura contra Diego Arria y la amenaza sobre María Corina Machado y otras figuras de la disidencia por estar presuntamente implicados en una conspiración para atentar contra Maduro empuja a la Mesa de la Unidad Democrática a discutir la arriesgada “salida” propuesta por López, Machado y el ala más radical de la oposición: convocar a una Asamblea Constituyente para desmantelar al gobierno y alcanzar el poder por mecanismos electorales, una maniobra que se adelanta a los comicios legislativos previstos para el próximo año y que permitirían consolidar la mayoría en el Parlamento para impulsar esta iniciativa. Henrique Capriles, Ramón Guillermo Aveledo y los sectores que impulsaron el diálogo se preguntan cómo pueden confiar ellos y sus electores en los resultados de una convocatoria que será gestionada por el mismo Consejo Nacional Electoral que proclamó presidente a Maduro mientras ellos denunciaban fraude. Los poderes públicos, copados por el PSUV, eluden la renovación del Poder Electoral y Moral.
De un lado y otro, los radicales gobiernan las agendas y retrasan el ejercicio de la política sensata y viable en Venezuela.
Henrique Capriles, Ramón Guillermo Aveledo y los sectores que impulsaron el diálogo se preguntan cómo pueden confiar ellos y sus electores en los resultados de una convocatoria que será gestionada por el mismo Consejo Nacional Electoral que proclamó presidente a Maduro mientras ellos denunciaban fraude.