Sacudidos por la matanza de los normalistas de Guerrero, los latinoamericanos no podemos evitar vernos reflejados en el espejo de una violencia que atraviesa las entrañas de los tribunales, las policías, los cuarteles militares, las escuelas, las familias y las conciencias.

Cuando se supo que la Policía de Iguala puso a los estudiantes en manos de los narcotraficantes para que los masacraran, intenté poner freno a una homologación casi instintiva que se disparó en mi cabeza entre el caso venezolano, el mexicano, el colombiano, el centroamericano, el brasileño, el ecuatoriano.

Comparar tragedias no parece un ejercicio sano, pero desmontar el mapa de actores armados, legales e ilegales, que participan del crimen hoy en Venezuela permite figurarse respuestas políticas, sociales, económicas y hasta penales y criminalísticas que podrían articularse en conjunto algún día, cuando a las élites gobernantes ya no les convenga más utilizar la violencia como un instrumento de control social.

El presidente Nicolás Maduro emprendió una reforma policial hace un par de semanas. No lo hizo por las más de 8.000 denuncias que la Fiscalía recibe cada año por violaciones de derechos humanos cometidas por funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado. Tampoco lo hizo por una protesta de policías como la que se registró contra el presidente Rafael Correa. La medida ni siquiera aspira a ser un paliativo a las críticas que hizo el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas la semana pasada contra el Estado venezolano. La decisión fue desencadenada por un allanamiento que la policía científica ejecutó en la sede de un colectivo en el centro de Caracas.

Hugo Chávez legitimó el respaldo político de estos grupos a la revolución con discursos, billete, motos, celulares, y para muchos es más que evidente que también con armas. Los colectivos armados son masas amorfas de “poder popular” que controlan las barriadas más pobladas de Caracas y las grandes ciudades del país a punta de fusiles, mientras los agentes de policías los repelen con pistolas Glock 17 y 19. Vecinos de esos barrios, siempre anónimos, cuentan que les cobran ‘vacuna’ a los comerciantes para mantenerles los negocios seguros, despachan a los delincuentes cuando se vuelven muy sanguinarios, y en algunos casos se disputan el control sobre el tráfico de drogas en las esquinas con los policías.

En quince años de revolución nunca habían sido accesibles a los periodistas. Ahora convocan ruedas de prensa para exigir a Maduro que arme mesas de diálogo con ellos para discutir, entre otros temas, la reforma policial; y ofrecen apoyar el plan desarme de Miraflores con sus propias armas, porque están convencidos de que son los únicos que conocen a cada vecino y saben en qué anda cada quién.

Frente a este escenario, los policías se acuartelaron. Aseguran que si apresan al miembro de un colectivo armado reciben “llamadas de arriba” para soltarlos de inmediato. Después de que el ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Miguel Rodríguez Torres, fue destituido por aquel allanamiento el 24 de octubre, prefieren no caerse a tiros con los delincuentes no sea que un fiscal les abra un expediente y los meta presos.

Pero si uno habla con un fiscal o un abogado penalista venezolano la historia se complica. Relatan que los agentes de la policía científica extorsionan a cualquiera que pise una comisaría para poner una denuncia a cambio de no convertirlo en el victimario. Los acusan de manipular pruebas y saltarse el requisito de la orden de captura emitida por el Ministerio Público para hacer ejecuciones extrajudiciales en los barrios a medianoche, cuando todo el mundo está durmiendo.

Obligados a asumir la protección de la seguridad ciudadana como si fuera una de sus competencias, los militares que fueron enviados a las calles por Maduro para combatir a los hampones como parte del plan Patria Segura sueltan, cuando ya entran en confianza, que no están preparados para eso, que a veces prefieren fingir que no vieron el delito en flagrancia para evitarse la persecución y un posible plomazo entre ceja y ceja.

A este complejo ecosistema de inoperancia y corrupción se suma una iniciativa de Maduro que no muestra ante el país estadísticas de éxitos ni fracasos: las zonas de paz. En el estado Miranda, el que gobierna Capriles, el Ejecutivo desplegó un plan piloto que consiste en negociar con las bandas criminales el retiro de los policías y militares que patrullan en sus zonas a cambio de que ellos entreguen las armas y acepten una beca o un trabajo para sembrar papas o trabajar en una industria del Estado. Los vecinos de las zonas de paz dicen que efectivamente ya los “malandros” no se matan entre ellos. Ahora se reorganizaron y van todos juntos contra la comunidad, después de pactar cómo repartirse el botín.

Después de mucha conversación y dialéctica revolucionaria, los miembros de los colectivos armados reconocen que en los barrios la gente está muy molesta por la inflación y la escasez. Les alegra que el gobierno esté consciente de que ellos son los únicos que pueden contener esa protesta a través del amedrentamiento. Aunque saben que la gestión económica de Maduro es nefasta, celebran que la crisis los haya hecho más poderosos. “Ese es el rol histórico que nos toca cumplir porque somos los soldados de la revolución”, concluyen.

Los colectivos armados son masas amorfas de “poder popular” que controlan las barriadas más pobladas de Caracas y las grandes ciudades del país a punta de fusiles, mientras los agentes de policías los repelen con pistolas Glock 17 y 19.