A un año de la elección de Nicolás Maduro como presidente y a dos meses de que arrancaran las protestas estudiantiles que cristalizaron la profunda polarización que fractura a Venezuela, esta semana el país cruzó un umbral que no se avizoraba hace 15 días y que hoy se erige sobre dos pilares fundamentales: reconocer la necesidad de diálogo y acudir a mediación internacional para construir confianza entre las partes.

En el año 2002, un golpe de Estado le hizo ver a Hugo Chávez que su permanencia en el poder dependía de su capacidad para normalizar la relación con la oposición y propició la instalación de la Mesa de Negociación y Acuerdos, con la facilitación de la Organización de Estados Americanos, el Centro Carter, y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Uno de los firmantes por el Oficialismo fue precisamente Maduro. Aquella iniciativa desembocó en la convocatoria de un referéndum que no logró la revocatoria de Chávez en 2004.

Una década más tarde es otro callejón sin salida el que obliga tanto al Gobierno como a la disidencia y a los vecinos de la región a recurrir a una negociación política para impedir el estallido de un conflicto entre venezolanos que conduzca a un costoso y evitable colapso económico, político y social.

En principio ni chavistas ni opositores dan crédito a la iniciativa. Pero si el análisis se enmarca más en intereses y menos en valores, resulta incuestionable que es el mejor momento para reconocernos unos a otros porque la integridad de todos está siendo amenazada por la intolerancia política, la insolvencia económica, y la violencia derivada de la exclusión.

Hasta el cierre de esta edición, el gobierno no daba visos de aceptar las cuatro condiciones que antepuso la oposición para sentarse a conversar: otorgar la amnistía a los presos políticos, desmantelar a los grupos paramilitares (conocidos en Venezuela como “colectivos”), establecer una “Comisión Nacional de la Verdad” independiente, y renovar los poderes públicos. Aunque el ala más radical del chavismo pida más plomo y bombas contra los manifestantes, encuestas independientes le anunciaron a Maduro la semana pasada que 70% de los consultados está descontento con su gestión, 60% rechaza su liderazgo, 55% reconoce vivir en una dictadura, y cerca de la mitad del país respaldaría la convocatoria de una Asamblea Constituyente o la solicitud de la renuncia al presidente. El socialismo planteado por Chávez no admitía críticas pero capitaneado por un dirigente torpe y errático, se atomiza internamente.

Después de destituir a la diputada María Corina Machado, mandar a la cárcel a dos alcaldes sin que mediara consulta revocatoria alguna y prometer prisión a otros cuatro ediles de la oposición en Caracas, Maduro logró la hazaña de crear un enemigo común que reflotó la unidad de los partidos disidentes, al menos de manera circunstancial. Los dirigentes de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) afrontan, por su parte, el reto de superar las mezquindades internas para que el amplio y diverso electorado opositor los reconozca como representantes legítimos de sus demandas frente al gobierno.

La destitución de cargos electos por votación popular también encendió las alarmas de los gobiernos de Unasur, los mismos que se burlaron de Machado en la OEA pero que ahora hacen maromas para promover la estabilidad de Venezuela, presionados por los empresarios de sus respectivos países, con quienes el Estado venezolano acumula deudas millonarias en dólares con escasas perspectivas de ser saldadas a corto plazo, menos aún si parte de las divisas ahorradas en el primer trimestre del año gracias a los retrasos en las subastas convocadas por el Banco Central de Venezuela fueron destinadas a la compra de material militar y antidisturbios para frenar las protestas en las calles.

Con una credibilidad política incontestable por su historia personal y desempeño dentro de la izquierda latinoamericana, Luiz Inácio Da Silva le advierte a Maduro que debe “dedicarse por completo a gobernar”, con un gabinete de coalición que dirija al país durante los cinco años de gestión que le quedan por delante. Reivindica la defensa de los intereses de esos empresarios brasileños que invirtieron en la Venezuela de su amigo Chávez, y que esperan el pago de dos millardos de dólares. Pero también pone en evidencia a otros líderes regionales en ejercicio que lucharon contra dictaduras cuando eran adolescentes como Dilma Rousseff, Michelle Bachelet o José Mujica, cuyo silencio respalda los abusos de la represión ordenada por Maduro por negligencia y omisión.

Aunque la intervención de la Iglesia como “testigo de buena fe” pretende fungir como una garantía por anticipado de que el diálogo es viable, este ensayo de negociación hasta el momento excluye a un actor fundamental en la solución de la crisis: el movimiento estudiantil. Son las protestas y la resistencia sostenida y organizada de los jóvenes las que empujaron a Miraflores y a la MUD a sentarse en esa mesa. A pesar de las contradicciones internas que también dividen a los estudiantes, es indispensable que participen, opinen y tengan interlocución directa con el régimen que ha ordenado su persecución y represión. De lo contrario crearán una nueva clase de excluidos que más temprano que tarde reivindicará su derecho de ejercer el poder en clave de venganza, como lo hizo Chávez primero por la vía armada y luego por la electoral.

Después de destituir a la diputada María Corina Machado, mandar a la cárcel a dos alcaldes sin que mediara consulta revocatoria alguna y prometer prisión a otros cuatro ediles de la oposición en Caracas, Maduro logró la hazaña de crear un enemigo común que reflotó la unidad de los partidos disidentes, al menos de manera circunstancial.