VENEZUELA
El jueves 10 de abril, Venezuela presenció en cadena de radio y televisión un ejercicio político sin precedentes en la era del chavismo: una mesa de diálogo entre el gobierno y la oposición encabezada por el presidente de la República. A turnos iguales de diez minutos cada uno, los voceros se increparon las razones por las que consideran que el modelo opuesto lleva al país a la ruina. Con más o menos cifras y coherencia discursiva, la audiencia descreída examinó gestos y oratoria, prioridades a atender y recriminaciones acumuladas durante 15 años de polarización política.
Otras dos conversaciones con comisiones asignadas para tratar exigencias específicas han tenido lugar en el último mes, sin la presencia de los estudiantes, la sociedad civil organizada, y las facciones opositoras más afectadas por la represión de los últimos tres meses (el partido de Leopoldo López y María Corina Machado). Nadie está contento, por supuesto. Los radicales del oficialismo y la disidencia condenan la iniciativa como una muestra de debilidad que solo le abre espacio al contrario para recomponer filas: el Gobierno frente al desastre económico generado por la escasez de divisas y la oposición ante las fracturas internas desencadenadas por las manifestaciones, especialmente las “guarimbas” que bloquean las calles y siembran el conflicto entre vecinos sin importar su color político. El electorado no alineado y más pragmático celebró el acercamiento al principio pero perdió interés por la falta de avances concretos en una agenda que promueve el pulso sobre puntos de honor como la liberación de los presos políticos para la oposición y la instalación de una comisión de la verdad que investigue a los responsables de la violencia para el chavismo, mientras otras necesidades cotidianas asfixian al ciudadano de a pie como el desabastecimiento, la inflación o la inseguridad.
La vida diaria en las calles es cada vez más hostil, violenta e intolerante. El venezolano no le da permiso al prójimo, no dirime malentendidos con palabras y malgasta incontables horas de vida útil en sortear dificultades que en cualquier otro país cubren servicios públicos de calidad estándar e instituciones que hacen cumplir las reglas: racionamientos de electricidad y agua, largas colas para comprar alimentos como leche o aceite, quincenas que alcanzan para comprar cada vez menos, y un encierro forzado en casas y apartamentos para evitar ser asaltado en cualquier esquina. No hay distingo, le ocurre a todo el mundo. El fin de semana pasado fue asesinado a balazos un escolta de Maduro. Días antes se encontró el cuerpo torturado y baleado de Eliécer Otaiza, un concejal oficialista y militar muy querido por Hugo Chávez. Aunque el gobierno desplegó decenas de láminas de PowerPoint en una presentación oficial para imputar su muerte a un complot internacional comandado desde Miami, las experticias de la policía científica y la prensa local develaron que cayó en las manos de una banda de delincuentes jóvenes que al encontrarlo armado, se ensañaron porque asumieron que era policía.
Para mayo de 2014, el descrédito de la clase política venezolana es quizás más profundo que el que le sirvió de trampolín a Chávez para triunfar como el outsider vengador de la corrupción fomentada por los partidos tradicionales en 1998. Maduro juró que no devaluaría la moneda y ha pasado de 6,30 a más de 50 bolívares por dólar en algunos rubros en el primer trimestre del año; ofreció pacificación y celebra la actuación de civiles armados contra las manifestaciones porque son “revolucionarios de la patria”; prometió investigar a las empresas de maletín que han desfalcado millones de dólares a través del sistema cambiario, y luego optó por imputar la responsabilidad al sector privado y justificar así la aprobación de una ley de costos y precios justos que hostiga al comercio y consolida la dependencia del Estado de todo el aparato productivo nacional.
Del otro lado de la barrera, las agendas no son menos contradictorias. López le ofrece al país una supuesta “salida” sin violencia cuando no existe ningún mecanismo institucional que permita convocar una consulta popular para revocar el mandato del presidente por vía pacífica y constitucional en 2014. A un año de haber obtenido más de 7 millones de votos, Henrique Capriles malogró su liderazgo al darle la espalda a las protestas en su empeño por justificar la búsqueda de consenso sin canalizar la frustración de su base. Nacidos y crecidos en la polarización, los estudiantes aprendieron la lección y hoy se resisten a ceder posiciones, atosigados por guardias y policías que los persiguen y golpean, y jueces que los amedrentan. Pocos confían en la capacidad de la Mesa de la Unidad Democrática para lograr victorias, sumergidos en guerras intestinas que solapan unos intereses sobre otros. La base oficialista reprueba la mala gestión de Maduro, pero no se atreve a replantear la conducción del proyecto. Agotados todos por la corrupción, la ineficiencia y la crispación, en Venezuela por estos días nadie cree en nadie. Por eso, ahora más que nunca, el diálogo es la única alternativa para evitar la violencia.
Agotados todos por la corrupción, la ineficiencia y la crispación, en Venezuela por estos días nadie cree en nadie.