Este miércoles se cumplió un mes desde que los estudiantes tomaron las calles para protestar en Venezuela. Al cierre de esta edición, 26 personas habían sido asesinadas, 40 denunciaron haber sido torturadas por los cuerpos de seguridad del Estado, 14 funcionarios acabaron detenidos por abusar de su autoridad y 1.304 manifestantes fueron apresados a lo largo de cuatro semanas de disparos, perdigonazos, bombas lacrimógenas, piedras, amenazas e insultos. Líderes de la oposición aseguran que hay cerca de 100 militares tras las rejas, castigados por negarse a arremeter contra las marchas que emprendieron los estudiantes el 12 de febrero, para exigir la liberación de tres compañeros que fueron encarcelados por manifestarse contra la inseguridad después de que una estudiante universitaria sufriera un intento de abuso sexual. El gobierno contabiliza por millones los daños al inmobiliario público. No hay alusiones en el discurso del presidente Nicolás Maduro a los muertos que no simpatizaban con el oficialismo.

La conflictividad en las calles ha puesto en evidencia las contradicciones e inconsistencias que debilitan a cada uno de los actores que intervienen hoy en la crisis. El primero en caer en la trampa ha sido Maduro. Después de devaluar el bolívar tres veces en lo que va de año (activó tres nuevos esquemas cambiarios), acumular una inflación de casi 57% en el 2013 y demostrarse incapaz de solventar la crisis de escasez que rebosa la paciencia de los consumidores a fuerza de colas y cacería de productos por la falta de divisas para importar, Maduro se deja acorralar por el ala radical del chavismo que le exige zanjar la indignación colectiva como un intento de golpe perpetrado por “grupos de la derecha fascista”.

Y aparece la segunda presa que muerde el anzuelo: la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y sus pares policiales y de inteligencia. Siguen al pie de la letra la orden de malograr a los manifestantes en la cabeza con balas, perdigones y patadas. Espían con binoculares los balcones de los edificios desde donde les lanzan botellas y les tocan cacerolas, y se burlan por altoparlante de las protestas enconchados en una tanqueta desde la que cualquiera está más seguro que un peatón armado con piedras y palos.

En medio del amplio universo de actores armados que cohabitan hoy en Venezuela –cinco componentes de la Fuerza Armada, Reserva, policías, colectivos, Unidades de Batalla Hugo Chávez (UBCH), delincuencia común y ciudadanos decididos a defenderse–, el poder castrense no parece darse cuenta de que pierde el control sobre el monopolio del uso de la violencia para preservar la soberanía y garantizar el orden público cuando se disputa la disuasión de una marcha con una pandilla de motorizados encapuchados, que cobran sueldo en los ministerios, las alcaldías y las gobernaciones del Partido Socialista Unido de Venezuela. A policías y militares se les olvida que su deber no es gobernar, ni ejecutar la orden de violentar los derechos humanos de los ciudadanos a cuenta de subordinación a la jerarquía. Tendrán responsabilidad penal, política e histórica sobre lo que vive Venezuela en el 2014, sin importar que todos hayan sido engendrados por Hugo Chávez o Simón Bolívar. Fallecidos ambos, el responsable político más inmediato por la siembra del paramilitarismo y las autodefensas que ya han presenciado otros países como Colombia y México será Maduro.

Esa inspiradora instancia creada por Chávez en la Constitución de 1999 llamada Poder Ciudadano, y que está integrada por la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y la Contraloría, ha quedado deslegitimada por el empeño en desconocer la independencia entre los poderes públicos que requiere cualquier democracia para llamarse como tal y amparar, por omisión, voluntad o desconocimiento, el deber de condenar el abuso sobre el uso de la fuerza pública y las violaciones a los derechos humanos. Cuando menoscaban el ejercicio de la legítima defensa de los denunciantes por pensar distinto al Gobierno, se vuelven responsables ineludibles del colapso institucional del Estado.

Del otro lado de la barricada, las contradicciones no son menos elocuentes. La opositora Mesa de la Unidad Democrática se desintegra a pesar de que cuentan con un capital de movilización social más curtido y organizado que el que jamás haya existido en los últimos quince años. Henrique Capriles reivindica la legitimidad de la protesta estudiantil, pero la acompaña vía Twitter y queda entrampado en la obligación de defender la liberación de Leopoldo López, el líder que le recuerda al oído desde abril del año pasado que no debió desactivar las protestas de calle frente al supuesto fraude de los comicios presidenciales. Los estudiantes apuestan por el combate frontal con los cuerpos de seguridad sin cabida a la autocrítica.

López, por su parte, logró una imagen casi heroica colgado de la estatua de José Martí en la Plaza Brión de Chacaíto, en Caracas. Sin embargo, apostó por escribirse el capítulo de la prisión en su récord político con una propuesta de “salida” que no plantea una hoja de ruta clara que indique cómo se puede encauzar un cambio de gobierno al margen de un proceso electoral sin recurrir a la violencia.

Los medios, silenciados por la falta de divisas y los cambios de propietarios, quedan atrapados en la efervescencia de seguir por Twitter las pistas de los abusos que policías y militares cometen por todo el país, severamente limitados para hacer un reflejo fiel de las consecuencias de esta crisis. Los gobiernos de la OEA, demócratas disciplinados dentro de casa y testigos cómplices de la represión por negligencia o respaldo directo a Miraflores, se prestan a secundar el discurso polarizado y maniqueísta sobre el que se construyen las llamadas “revoluciones”.

Los medios, silenciados por la falta de divisas y los cambios de propietarios, quedan atrapados en la efervescencia de seguir por Twitter las pistas de los abusos que policías y militares cometen por todo el país, severamente limitados para hacer un reflejo fiel de las consecuencias de esta crisis.