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Mañanase cumplen cinco meses desde que Nicolás Maduro fue elegido presidente de Venezuela. Enfrascados en el culto a Hugo Chávez con estrategias delirantes como la repetición de todas sus cadenas presidenciales en los canales estatales o la impresión de sus ojos en el tarjetón electoral como logo del Partido Socialista Unido de Venezuela, los ciudadanos transitan sobre el primer semestre de este gobierno azorados por una inflación anualizada de 45,5%; congestionados por colas kilométricas para comprar leche y papel sanitario; desorientados por apagones nacionales atribuidos a saboteadores que burlan la vigilancia del Ejército en las instalaciones eléctricas; asustados frente a motorizados que le caen a tiros a la policía durante la toma de una vía neurálgica de Caracas; escandalizados con el desfalco de 25 mil millones de dólares solo en el 2012 por empresas de maletín vía control cambiario; y acorralados con el retiro “digno y soberano” de Venezuela de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. A pesar de todo, el gobierno cumple con recordárnoslo: “Pero tenemos patria”.

Las encuestas indican que la primera gran preocupación ciudadana es rendir la quincena. El 1 de septiembre entró en vigencia un aumento de 10% del salario mínimo que lo elevó hasta 2.702,72 bolívares (casi 430 dólares a tasa oficial). Administrar este ingreso resulta tarea titánica si se toma como referencia la canasta básica, que supera en 77 Bs el sueldo mínimo y se nutre de productos a precios regulados que desaparecen durante meses de las estanterías y son objetos de arrebatos en la calle y golpizas en las filas para pagar en los comercios. Pero tenemos patria.

Se volvió frecuente que un melón aumente de 27 a 37 a 47 Bs de una semana a la siguiente; o que una caja de pastillas para regular la tiroides se venda en Caracas a 5 Bs, pero cueste 400 en el estado Táchira, fronterizo con Colombia; o que una operación quirúrgica para suprimir una hernia discal en un hospital que recibe subsidios del Estado escale de 53 mil a 73 mil Bs en tres semanas; o que se formen filas de dos días para comprar la harina pan para preparar arepas en Cumaná, capital del oriental estado Sucre. El Banco Central de Venezuela ya no se esfuerza en disfrazar los números: el índice de escasez llegó a 20% este mes. Pero tenemos patria.

Mientras Nicolás Maduro se ufana de haber incorporado a los militares al combate contra la delincuencia común en las calles, a las mujeres les cortan el cabello en cualquier esquina a punta de pistola para revenderlo como extensiones en las peluquerías; los médicos y enfermeras de los hospitales públicos se despojan de prendas y celulares para que sus pacientes no los atraquen; y a las joyerías del centro de Caracas las desvalijan grupos comandos con sopletes para abrir bóvedas y camiones blindados en operaciones que despliegan cómodamente durante dos horas. Los militares del plan de seguridad Patria Segura, entretanto, custodian las colas que se hacen a las puertas de los mercados, como si el fantasma del Caracazo le susurrara en la nuca al gobierno que no puede arriesgarse a permitir un estallido social como el de 1989. Pero tenemos patria.

Frente a los comicios del próximo 8 de diciembre, Maduro impone a presentadores de televisión y grandeligas como los candidatos del oficialismo a alcaldes y concejales, en desmérito de los líderes de base que acumulan años de trabajo político y logístico en los barrios. Al mismo tiempo, anuncian un astronómico censo de más de 1.100 comunas en todo el país, integradas nadie sabe por quién, como una advertencia: si las elecciones municipales no salen como el chavismo espera, siempre hay la posibilidad de desconocer la Constitución e instalar el Estado comunal, que desmantelaría la división político-administrativa actual y dejaría sin cargos ni recursos a los dirigentes opositores que sean electos a fines de este año. Pero tenemos patria.

El peor drama es, quizás, que frente a la anarquía que prolifera bajo la gestión de Maduro no acaba de cuajar una oposición sólida que canalice el río de demandas sociales que desencadena la inoperancia. El día que el Tribunal Supremo de Justicia declaró improcedente la impugnación de los resultados de las elecciones presidenciales del 14 de abril, le ofreció cárcel a Henrique Capriles por haber cuestionado la independencia del Poder Judicial. Y la coalición disidente no reaccionó, dividida en el anuncio de candidaturas paralelas a las pactadas dentro de la MUD y ausente de un riesgo inminente: cuando un gobierno carece de legitimidad de origen y desempeño, el único camino para mantenerse en el poder es la represión. Parece que importa poco porque tenemos patria.