A dos meses de las votaciones parlamentarias venezolanas, el presidente Nicolás Maduro propone a los líderes de la oposición suscribir un pacto para aceptar los resultados de los comicios previstos para el 6 de diciembre, como si se tratara de un acto de benevolencia y no de una regla elemental de cualquier justa electoral, la número 20 a la que se somete el chavismo.
Esta propuesta puede servir como fuente inagotable de hipótesis para escribir una novela de ficción preelectoral: ¿pone Maduro una trampa a los líderes de la disidencia al ofrecerles un compromiso que está implícito en la contienda para desacreditarlos frente a su base? ¿Insinúa a los sectores más radicales del chavismo que remontar casi 40% en las encuestas en 60 días es inviable? ¿Intenta pescar en el río de electores que desaprueban su gestión pero no ven en la oposición solidez ni coherencia para asumir las riendas del país?
Suponiendo que todas las posibilidades convengan a la estrategia oficialista, después de una campaña hiperpolarizante –que ha atribuido la responsabilidad de la crisis económica a empresarios, gringos, guyaneses, colombianos y extraterrestres–, el llamado a la conciliación suena más a oferta bachaquera que a un arreglo político para preservar la institucionalidad del Estado.
Recuerdo al amable lector que sigue conectado a estas líneas que el bachaqueo se convirtió en un oficio nacido en las entrañas de la crisis de desabastecimiento que aqueja a los venezolanos desde principios de 2013: comprar productos a precios regulados y revenderlos lo más caro que otros consumidores que no tienen tiempo para hacer filas estén dispuestos a pagar.
Maduro nos revende la gobernabilidad que debe imperar la mañana siguiente a una elección como un antídoto contra la violencia importado a dólar negro y desaparecido en los anaqueles, fundamental para la sobrevivencia pero disponible en inventario a conveniencia del proveedor.
Si la oposición consigue la mayoría simple de 84 de 165 curules, como pronostican las encuestas, no se acabará al día siguiente ni el país, ni el chavismo, ni la inflación, ni la corrupción, ni las granadas que la delincuencia organizada disfrazada de hampa común estalla en las puertas de las comisarías policiales en revancha por la cacería a sus líderes.
La oposición propone sancionar una amnistía a los presos políticos apenas llegue a la Asamblea Nacional para motivar a un electorado agotado a que, una vez más, participe en unos comicios con el mismo árbitro electoral al que Henrique Capriles acusó de haber hecho fraude electoral hace dos años sin presentar pruebas contundentes que lo demostraran.
Los dirigentes opositores saben que la aprobación de esta ley requiere de la firma del presidente de la República, quien la derivará a un Tribunal Supremo de Justicia habitado por magistrados afines ideológicamente al Poder Ejecutivo, en una batalla que de lejos ya se avizora aburrida, previsible y lacerante para la credibilidad del sistema político venezolano.
Ni a unos ni a otros parece convenirles un pacto que despolarice el debate nacional y los confronte con el reto de replantear el modelo de desarrollo para Venezuela.
Al chavismo le tocará superar su propia contradicción de financiar la utopía socialista con una renta que puede redistribuirse pero no multiplicarse si no se invierte en la expansión del resto de la economía, para mitigar la amenaza a su sostenibilidad que representan las fluctuaciones en los precios del petróleo y la corrupción enmascarada en lealtad ideológica.
A los actores de la oposición les corresponde acordar una hoja de ruta que muestre cómo planean concretar el progreso sin desandar los logros conquistados por el chavismo, o al menos pactar una estrategia para que el pluralismo político y la independencia de poderes curen a este país de la mentalidad corrupta y forajida que nos ha llevado a creer que es natural y legítimo aspirar a oprimir hasta suprimir al que ve al mundo de otra forma.
Por estos días los profesores venezolanos arrancan la sempiterna temporada de paros y protestas para presionar al Gobierno a que les pague un sueldo digno y adecente sus condiciones de trabajo, aspiraciones que raramente tienen eco entre los dirigentes políticos, evidencia de que aún no hemos entendido que la educación orientada a la innovación es la única cualidad que permite competir en un mundo donde el empoderamiento popular emerge del conocimiento y la experticia, y no del respaldo irrestricto a élites de gobierno que se vuelven adictas al poder, el abuso y la convicción de que están llamadas a permanecer atornilladas en la misma silla para siempre. O de lo contrario su mundo, el de sus electores y hasta el de sus detractores se acaba. (O)
Maduro nos revende la gobernabilidad que debe imperar la mañana siguiente a una elección como un antídoto contra la violencia importado a dólar negro y desaparecido en los anaqueles, fundamental para la sobrevivencia pero disponible en inventario a conveniencia del proveedor.