Venezuela presenció el uso abusivo de los recursos del Estado por parte del entonces gobierno interino de Maduro, a través del despliegue de autobuses y funcionarios públicos que hicieron campaña y movilización activa a favor del Partido Socialista de Venezuela, financiados por Petróleos de Venezuela y escoltados por efectivos militares que incluso usaron sus armas de servicio para amedrentar a los testigos de mesas de la oposición.
Después de tres meses de incertidumbre, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) emitió la sentencia que todos en Venezuela, oficialistas y opositores, intuíamos como inevitable: la improcedencia de los diez recursos de impugnación a las elecciones presidenciales del 14 de abril, que presentaron Henrique Capriles Radonski, la Mesa de la Unidad Democrática, y varias organizaciones de la sociedad civil, contra el triunfo de Nicolás Maduro.
Venezuela presenció el uso abusivo de los recursos del Estado por parte del entonces gobierno interino de Maduro, a través del despliegue de autobuses y funcionarios públicos que hicieron campaña y movilización activa a favor del Partido Socialista de Venezuela, financiados por Petróleos de Venezuela y escoltados por efectivos militares que incluso usaron sus armas de servicio para amedrentar a los testigos de mesas de la oposición. Como si nada de aquello hubiese ocurrido, el TSJ se planta frente al país con una verborrea judicial ininteligible que justifica su decisión sobre dos premisas: falta de pruebas que demuestren la manipulación de los comicios y supuesto vilipendio al Poder Judicial.
Es justo en este último punto donde la sentencia del TSJ traspasa el lindero de la interpretación jurídica y se tira de cabeza en el terreno de la persecución política, al condenar a Capriles a pagar una multa de casi 1.700 dólares (según la tasa oficial de 6,30 bolívares por dólar), y ponerlo a la orden del Ministerio Público para que evalúe su “responsabilidad penal” por haber cuestionado la imparcialidad de la máxima instancia judicial del país.
El fallo expone textualmente: “No sólo la representación actora incurrió en la falta a la majestad del Poder Judicial al que, paradójicamente, acudió en su defensa; sino que en diversas oportunidades y a través de distintos medios ha acusado expresa y radicalmente a la judicatura y, en particular, a esta Sala Constitucional de ser un órgano completamente parcializado. Llegó incluso a afirmar que este Máximo Juzgado obedecía la línea del partido de gobierno”.
En calidad de presidenta del TSJ, Gladys Gutiérrez fue la encargada de refrendar la decisión con su firma, indignada porque Capriles denuncia que los tribunales están cooptados por el Oficialismo. Sorprendente. Como si nadie en Venezuela supiera que Gutiérrez fue una de las aprendices de abogado que asistió a Hugo Chávez y los insurrectos del golpe del 4 de febrero de 1992 contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez durante sus años de presidio. Como si nadie en Venezuela recordara que ha ocupado varios cargos durante la gestión de Chávez designada vía decreto presidencial, como el de cónsul en España, directora de la Oficina de Secretaría del Consejo de Ministros, procuradora general de la República, e incluso candidata a la gobernación de un estado por el partido de gobierno.
Sin reparar en formalidades como la posibilidad de interpretar las críticas de Capriles como un ejercicio legítimo de su derecho a la libertad de expresión, la instancia que imparte Justicia en Venezuela le dice hoy a sus ciudadanos que disentir es delito, y amenaza con penalizar al mismo líder que obtuvo una diferencia de apenas 224.742 votos con respecto al heredero bendecido por Chávez en su despedida del poder.
Aun más alarmante resulta que los líderes medios y bajos de la oposición, que se inscriben esta semana en el Consejo Nacional Electoral para postularse como alcaldes y concejales en los comicios municipales del 8 de diciembre, decidieron ignorar la decisión del TSJ y declinaron reclamar un desagravio contra Capriles y los electores que le votaron hace cuatro meses. En lugar de ello, optan por proclamar que la unidad opositora es una excusa para promover la “polarización política”, y anunciarse a sí mismos como los pioneros de la tercera vía y una nueva democracia que sí admite la diversidad política.
Capriles culmina esta semana acorralado contra la pared, desafiado por tres problemas retos sustanciales: Primero, convencer a su electorado de participar en unas votaciones que serán gestionadas por el mismo Poder Electoral al que acusa de haber manipulado los resultados de las elecciones de abril, después del varapalo que le propinó el Poder Judicial. En segundo lugar, afrontar la amenaza de ir a la cárcel sin posibilidad de recurrir a ninguna instancia interna que pueda defenderlo del acoso gubernamental. Por último, debe recobrar la legitimidad como líder único e incontestable de la oposición que lo invistió en los últimos comicios presidenciales. Solo así la oposición podrá librarse de una nueva derrota electoral masiva en los municipios de toda Venezuela.