La semana pasada me tocó salir de Venezuela. Tenía previsto viajar desde Caracas en un vuelo que American Airlines canceló porque no encuentran la forma de que el gobierno de Nicolás Maduro les liquide los 750 millones de dólares que les adeudan desde el año pasado. La aerolínea aclaró que no cerraron operaciones por completo: por ahora mantendrán 10 de los 48 vuelos que ofrecían semanalmente. El mío, por supuesto, fue uno de los 38 que acabaron derribados por el desbarajuste cambiario venezolano.
Advertida de que el cruce por la frontera entre Venezuela y Colombia podía tomar seis horas o más si quedaba atorada en una de las kilométricas colas de carros y camiones que enlazan a la ciudad de San Antonio del Táchira con Cúcuta, deseché el pasaje que tenía para viajar al mediodía y me aventuré de madrugada a conseguir un boleto en el aeropuerto de Maiquetía, para invertir las horas que fuesen necesarias en llegar a Colombia y tomar un vuelo internacional.
El ala de la terminal aérea que despacha las rutas nacionales estaba colapsada por filas zigzagueantes que facilitan la inserción de quienes no sufren remordimiento cuando toman un lugar en la cola que no es el suyo. En los counters de las aerolíneas privadas, la respuesta fue siempre la misma: “No hay puesto para hoy, ni para mañana, ni para pasado. Nuestros vuelos están sobrevendidos”. La línea aérea del Estado, en cambio, despegó con apenas un tercio de los asientos ocupados.
El ministro de Turismo, Andrés Izarra, el mismo que creó el eslogan ‘Venezuela, el destino más chévere’, señaló esta semana que el gobierno no tiene ninguna “deuda” con las aerolíneas sino un “rezago en la liquidación de divisas” de apenas 3.800 millones de dólares.
Aterrizar en Táchira, poner el sello de salida de Venezuela en el pasaporte, cruzar el puente Simón Bolívar, y registrar la entrada a Colombia en el DAS tomó cuatro horas, un par de días antes de que Maduro decidiera cerrar la frontera desde las 10:00 de la noche hasta las 6:00 de la mañana durante al menos un mes.
Lo que sí había ocurrido para entonces era el anuncio del aumento de la gasolina, el mismo que Maduro insiste en llamar “ajuste” a ver si espanta al fantasma del estallido social que tanto aterroriza a los gobernantes venezolanos desde 1989.
Con el brazo descolgado de la ventana de su vehículo, el taxista que me llevó desde San Antonio hasta Cúcuta consumió las horas de cola en elucubrar cuáles serán las consecuencias que acarreará el incremento de los combustibles para los habitantes de la frontera: “Si ahora no se consigue nada, imagínate cómo será cuando suban la gasolina”, me preguntó después de confesar que estaba convencido de que en Caracas sí se conseguía leche y desodorante en cualquier esquina. No me quedó más remedio que decir la verdad: el único encargo que se atrevieron a pedirme familiares y amigos fueron precisamente desodorantes.
El conductor me contó que en Táchira todo ha subido el doble en menos de un año: una batería cuesta 7.000 bolívares y un caucho 8.000. Desde mayo el salario mínimo es de 4.251 bolívares, casi 675 dólares a la tasa de cambio oficial de 6,30 bolívares por dólar que solo aplica para la importación de alimentos y medicinas.
Al menos para él, comprar en Cúcuta no es rentable: “Colombia se le volvió impagable a cualquiera que gane en bolívares y no esté metido con los militares en el contrabando de gasolina”.
Ya no bastan los chips instalados en los vehículos de matrícula venezolana para limitar la cantidad de litros de gasolina que un conductor puede comprar a la semana. Por estos días escuchamos a Maduro y al alto estamento militar venezolano decir que el cierre de la frontera es la única forma de controlar el contrabando. Curioso que el Gobierno maximice el despliegue de soldados justo en Táchira, el estado donde arrancaron las protestas de febrero, se levantaron barricadas hechas con tanques militares, y donde el sobrevuelo de aviones Sukhoi no sirvió para amedrentar a los manifestantes. Será porque estamos a las puertas de una coyuntura que ni el propio Hugo Chávez se atrevió a encarar en su momento, a pesar de que alguna vez definió el valor del combustible como “ridículo”.
Al menos para él, comprar en Cúcuta no es rentable: “Colombia se le volvió impagable a cualquiera que gane en bolívares y no esté metido con los militares en el contrabando de gasolina”.