El último derrocamiento armado de una dictadura latinoamericana ocurrió en Nicaragua en 1979. El apoyo al empujón final encabezado por el Frente Sandinista (FS) provino de muy diversos sectores, tanto desde los países del continente como de fuera de este. Incluso el Gobierno norteamericano, guiado por la política de derechos humanos establecida por Jimmy Carter, dio un apoyo decisivo. La derrota de Somoza y de la Guardia Nacional –verdadera fuerza de ocupación de su propio territorio al servicio del dictador– constituyó un punto de quiebre en la turbulenta y trágica historia centroamericana. Sin este hecho seguramente el proceso político continental habría sido muy diferente. Es probable, por ejemplo, que no hubiera sido posible impulsar los procesos de paz que permitieron acabar con las guerras internas que se vivían en Guatemala y El Salvador.

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Traición a la patria

Como era inevitable, el triunfo de la revolución puso sobre la mesa la disyuntiva acerca del futuro régimen. Con la Guerra Fría en pleno auge (pocas personas preveían que en diez años caería el Muro de Berlín), el debate se encerraba entre una utópica democracia y la dictadura de partido único. La primera despertaba pocas expectativas en una región en la que la mayoría de los esfuerzos por implantarla habían fracasado. La segunda tenía como modelo a la experiencia cubana que, gracias a la difusión de su relato heroico y a la ceguera norteamericana, cosechaba adeptos tanto adentro como afuera de Nicaragua. Ventajosamente para lo que vino después, la definición de ese futuro coincidió con el inicio del proceso de democratización de América Latina. La ola iniciada por Ecuador y República Dominicana aportaba una dosis de optimismo sobre la viabilidad de la democracia.

El desafío es especialmente crítico para la izquierda latinoamericana que vive su segundo momento de auge.

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El debate se escenificó en el núcleo de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional e incluso en la dirección del FS. Inicialmente, la composición pluralista de esos dos órganos fue clave para evitar que se materializara el modelo cubano y se repitiera la historia del reemplazo de una dictadura por otra. Hubo un pequeño margen para contrarrestar los excesos de la facción más radical, pero diversos factores (la pésima conducción económica, el surgimiento de la “contra”, la política hostil de Ronald Reagan) impidieron la consolidación de un régimen democrático. La pérdida de la presidencia en 1990 sepultó definitivamente al Frente Sandinista. Lo que se cobijó después bajo ese nombre fue una banda corrupta, alejada de cualquier definición ideológica, liderada por Rosario Murillo y su esposo, Daniel Ortega. Su acción más reciente fue despojar de la nacionalidad a casi un centenar de personas, mayoritariamente militantes y dirigentes del histórico Frente Sandinista.

Como en 1979, Nicaragua pone nuevamente sobre el tapete el dilema de democracia o dictadura. El desafío es especialmente crítico para la izquierda latinoamericana que vive su segundo momento de auge. Gobiernos de ese signo, con excepción del de Venezuela y la propia Nicaragua, ocupan esos lugares porque aceptaron ceñirse a reglas democráticas. Pero es el momento en que deben demostrar que siguen esas reglas en el desempeño del poder y que no las utilizaron solamente como escalera para llegar hasta allá. Unos lo han hecho, otros mantienen silencio o hacen tímidas declaraciones. El dilema está planteado nuevamente y en el mismo lugar. (O)