La oposición venezolana se ha extraviado en su propio laberinto. Su hipótesis central de lucha para el rescate de la democracia durante los últimos años parte del supuesto de que la crisis estructural que atraviesa Venezuela es consecuencia del sistema político diseñado por el chavismo y que, por tanto, ningún problema social, económico, ecológico, migratorio, o de cualquier otra índole, podrá solucionarse si antes no se sustituye al gobierno. En ese sentido, los tres puntos cardinales que orientaron la acción opositora entre 2019 y 2020, cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres, son en realidad una derivación de esa premisa.

El problema, sin embargo, es que la lógica de la hipótesis coloca como objetivo único la lucha por el cambio de gobierno, supeditando todo lo demás a un futuro tan deseado como incierto, postergando la solución de los problemas que azotan diariamente la vida de la gran mayoría de los venezolanos, al tiempo que demanda su apoyo incondicional a la élite opositora.

Así, la primacía del cambio político ha impedido a la oposición abordar problemas puntuales que podrían ayudar a resolver, y con ello aliviar el sufrimiento de grandes sectores de la sociedad. Electricidad, salud, entre muchos otros, presentan graves fallas sobre las que el liderazgo opositor agrupado en el G4 (el grupo constituido por los partidos Acción Democrática, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo y Voluntad Popular) tiene mucho que aportar, pero que, sin embargo, han decidido no hacerlo bajo el supuesto de que cualquier mejora en la calidad de vida de los ciudadanos sería capitalizada por el gobierno de Nicolás Maduro para consolidar su poder.

Un último argumento complementa el laberinto opositor: el supuesto según el cual la profundidad de la crisis venezolana es directamente proporcional a la probabilidad de una transición hacia la democracia. “Lo bueno es lo malo que se está poniendo” afirma el refrán popular que supone que la profundización de la crisis generaría tensiones internas insuperables, que en algún momento desestabilizarían el delicado equilibrio sobre el cual el chavismo se mantiene, hasta hacerlo (¿mágicamente?) colapsar.

Irónicamente, bajo ese supuesto la oposición enterró su capital político logrado en 2015, al negarse a participar en las manipuladas elecciones parlamentarias del pasado 6 de diciembre del 2020, con la esperanza de que el boicot acelerara el debilitamiento del régimen. El efecto, no obstante, ha sido el opuesto.

Aunque la oposición sigue manteniendo en la actualidad el reconocimiento de la comunidad democrática internacional, la percepción de la consolidación de Maduro crece, hasta el punto de que en algunas partes se debate qué se puede hacer para atender la crisis humanitaria con Maduro en el poder, y ya no cómo sacar a Maduro del poder para posteriormente atender los problemas de la gente.

Así las cosas, el gran reto opositor durante el 2021 será invertir la secuencia argumentativa “cambio político, luego solución de los problemas”, diseñando una ruta que le permita producir el deseado cambio político a partir de la solución de los problemas de la gente. (O)