Los tambores nucleares del inframundo retumban, de las montañas de oeste nos llegan alaridos como profecías de fuego y desde el este los responden con ira. Acelerados para el conflicto, poco comunicativos.

El alarido es el lenguaje de la negociación. Recuerdo a los titanes: Cronos, desde su trono de piedra en Otris, rugía con voz de granito, mientras Zeus, iluminado en el Olimpo, respondía con relámpagos.

Los antiguos sabios se tendían sobre la tierra como niños dormidos en el regazo de Gaia a contemplar la paz que nos quiso transmitir aquel arquitecto que dibujó el cielo.

En los 2000 veíamos juegos de video e inventábamos guerras en un monitor, ahora las guerras se transmiten en vivo por plataformas de streaming.

Lanzas de fuego que danzan en el infinito y esquivan su desenlace, en sus núcleos desaparece el sueño de un mundo mejor, en sus cabezas explosivas se desintegra el pan de millones y en su estela de luz se glorifica el espectáculo de la destrucción. Estas saetas lumínicas se mueven al son de un bolero de muerte y avanzan en línea recta hasta encontrar pareja, otra saeta que viene a su encuentro para interceptarla, e intentan eludirse o destruirse, es un espectáculo, en primera fila, en sala vip. Cada saeta cuesta un millón de almuerzos, pero llenarse las retinas con luces en el cielo no tiene precio.

Este siglo XXI, desde que empezó, avizoraba su colapso, ideologías que usaban en su nombre el siglo XXI, que han fracasado. El aumento de desastres naturales, que es indudable, y sí, detrás de ese monitor de guerras llamado cielo hay una bola de material incandescente, que lleva en su estómago el mayor horno conocido, de vez en cuando tose y expulsa de su centro lenguas de fuego y plasma con el que castiga a sus planetas hijos. Y parece que la bola incandescente, llamado sol, palabra que nace de raíces indoeuropeas y que significa “quemar”, ese sol anda con los humores inflamados, parece estar en un ciclo de rabia, como un dios enfermo.

Pieter Geyl, un historiador neerlandés, decía que “las guerras tienen el poder de acelerar la sociedad”, es decir, estamos en el preludio de un cambio importante. Clausewitz decía que “la guerra era solo la continuación de la política”, esa política del siglo XXI, eunuca, la que se inventa problemas y vive sumida en los mismos, para los que nunca encuentra solución.

De mi cosecha les puedo decir: “La guerra es la alquimia inversa: transfigura cuerpos en ceniza, hogares en ruinas y almas en niebla, es una máquina que produce muerte. Y cuando el último aliento se disipa, entonces, el entendimiento llega para decirnos que había otra forma… menos salvaje, más humana”.

No rechazo la guerra por su espectacularidad, porque existen razones de fondo y por los avances tecnológicos que impulsa, pero rechazo nuestra incapacidad espiritual de reflexionar y entendernos con palabras y entretejer puentes con buenas intenciones. (O)