El asambleísta que yo quiero, para el breve periodo de año y medio que le tocará actuar, no debe ser protagonista de ningún comercial de desodorantes, ni grupi de algún grupo de rock, o árbitro de box o del pitazo final del fútbol. No. Ya el Ecuador no aguanta un alzamanos más, de esos que están más atentos a las instrucciones que les llegan por WhatsApp que a leer, analizar y debatir internamente sobre la trascendencia de leyes y resoluciones por las que les corresponde, simbólicamente, levantar la mano para votar.
Tiene que ser un verdadero enamorado de la región del país que represente, conocer al detalle la forma de pensar y sentir de sus coterráneos: qué tienen, a qué aspiran. E ir con esos insumos, primero a su bancada, luego a alguna comisión y quizás hasta el pleno, con la convicción de que cualquiera de las decisiones a las que dé su voto no afectará las aspiraciones de esos miles que lo apoyaron para que lleve su voz al Parlamento.
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El asambleísta que yo quiero debe saber a lo que va. No aspiro a que sea un erudito en jurisprudencia ni un sabio de la filosofía, porque ambas, más que acercarlo, quizás lo alejarían de ese electorado reactivo, visceral, que deberá encumbrarlo en ese poder. Electorado que vota por múltiples factores, carisma, sonrisa, jocosidad, etc., entre los que lo académico no es precisamente protagonista.
Más que academia, que definitivamente es deseable, debe ser un cultor del sentido común, el “menos común de los sentidos”, como dicen los expertos; que no es otra cosa que estar en profunda sintonía y marcada empatía con los ciudadanos que lo apoyaron; y que, tras el lindo eslogan, las luces y los pitos, cuando sea la hora de actuar, no sientan que han sido violentados sus intereses. Y si necesita asesores, que tenga los mejores, y no choferes y guardaespaldas camuflados. Menos aún que les pida el vuelto salarial.
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El asambleísta que yo quiero, al estar dentro de una lista por la que se debe votar inevitablemente en plancha, debe esforzarse desde el minuto inicial en ser líder de la manada. Y no me refiero a manadas de borregos ni terneros, sino a una actitud de faro y guía del grupo. Debe tener el carácter de discutir las decisiones que el jefe del partido o movimiento esté impartiendo desde algún lugar de la galaxia, sin que eso signifique falta disciplinaria ni rebelión alguna, sino el ejercicio pleno de la democracia a tiempo completo.
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Que no sienta presión por aquello de que los defenestrados, los que se fueron en “muerte cruzada”, no “dejaron gobernar” al Ejecutivo, porque en ninguna parte de la Constitución y sus cuerpos legales complementarios dice que su tarea es “dejar gobernar”, sino representar adecuadamente a sus electores, así eso incomode. Pero sin prestarse al boicot. Apoyo para todo lo bueno y rechazo a lo malo. Porque las elecciones flash que estamos viviendo no pueden ser un pretexto para volver a elegir una mala Asamblea y una vez más reeditar el problema de la pugna de poderes que no hemos podido destrabar en más de 40 años de democracia continua.
El asambleísta que yo quiero no debe llegar con capa y escudo, pero tampoco con dogal. ¿Será mucho pedir? (O)