Dicen que el arte es la única prueba visible de la existencia del alma, por eso admiro a los artistas de todo género y busco su amistad como un capital enriquecedor.

Hace algunos días tuve el altísimo honor de ser recibido en el famoso Taller de Portilla por el ilustre y reconocido artista, maestro de maestros y querido amigo Luis Portilla Rodas, con el propósito de entregarle mi humilde libro Tesoros montuvios.

Se pone la carne de gallina al estar con una persona de la talla de Luis Portilla, y más en su propia casa y taller de pintura, y recorrer con él sus bellísimas obras que él las divide en “las marinas” y las “precolombinas” que son, según Rodolfo Pérez Pimentel, “su cédula de identidad, sin dejar por ello de soñar y crear otras composiciones luminiscentes y perfectas como pintor versátil que es”.

El maestro del color nació en Cuenca en 1937 y desde muy joven se radicó en Guayaquil, donde sigue pintando intensamente y por eso dice que es “andino y tropical”.

Y dice, además, en su extrema sencillez: “Yo soy un artesano más, junto a ellos modelo el barro y la arcilla, los metales, el hueso, la piedra y la madera, y produzco formas y caligrafías telúricas, busco las voces perdidas en las profundidades, en las mejillas del tiempo y en los andenes olvidados”.

Luis fundó en Guayaquil en 1970 la galería de arte Ismos, una de las primeras de la ciudad; ha expuesto sus obras en muchísimos países y ha recibido múltiples premios y condecoraciones, incluso del Gobierno y Congreso del Ecuador.

Es asistente asiduo a todas las veladas de arte de la ciudad, donde todo el mundo lo quiere, lo respeta y le rinde reverencia como un artista excepcional y gran ser humano.

Mil gracias, Lucho, por recibirme en tu casa-taller y, sobre todo, por el honor de tu amistad. (O)