Visto desde la política, el país es una república de papel. Es el escándalo de cada día, el problema de la corrupción y el saqueo. Es el odio, es el cálculo y la osadía. Es el escenario de personajes que pretenden convencernos de que su agenda es la nuestra, que sus teorías son nuestras convicciones, que sus mentiras son verdades universales. Desde esa perspectiva, el país es fatiga crónica, frustración y horizonte incierto. Es el noticiero que nos deja espeluznados, la mediocridad que nos ahoga. Es el mensaje de la revancha y la frustración. Es un inventario de sujetos ambiciosos, de caudillos que se repiten y discursos que se gritan. De disparates que nos agobian.

Pero ¿es posible mirar el país de otro modo? Claro que sí. Es posible verlo como nuestra casa, mirarlo desde el filo de la cordillera que remata cualquier volcán, bajo el azul del cielo, o entre aguaceros y miedos telúricos, entre la ventolera que anuncia el verano y el solazo que ordena buscar la sombra. ¿Es otro país u otra perspectiva? ¿O es que, quizá, el país verdadero ha sido suplantado por un ogro que se esconde tras la máscara de ambiciones inconfesables y apetitos de poder?

El país de verdad, el otro, no está en los despachos ni en las asambleas, no pisa alfombras rojas. No está en la fraseología vacua, no está en la perpetua frustración que nos inyectan cada mañana y que nos gritan como dogma, discurso o entrevista. No está en el veneno de las rivalidades y los odios. No está en la prepotencia que nos sofoca. No está en el disparate. Está, sí, en la escuela, en el partido de fútbol que juegan los niños, en el trabajo, en la inteligencia que se ejerce para sobrevivir con ilusión. Está en el salario bien ganado, en la profesión honrada, en los planes de cada familia, en las mínimas esperanzas que llenan los días.

¿Será posible que, algún día, los dos países se reconcilien y se conviertan en una “república de personas”...?

Ese es el país de verdad, en el que vivimos. Es el que sentimos como nuestro sin necesidad de consigna que así lo ordene ni de proclama que lo falsifique. Es el que nos llega naturalmente cuando paseamos por el campo o vamos al parque, cuando apretamos la mano en el hombro del hijo o en la mano del nieto, o en el abrazo de la compañía y en el gesto de solidaridad. Es el que encontramos cuando florece una amistad. Eso sí pertenece a nuestra tierra, a nuestro espacio.

¿Será posible que, algún día, los dos países —el agrio y distante, y el amable y cercano— se reconcilien y se conviertan en una “república de personas”, en una democracia auténtica? ¿Habrá la generosidad que haga posible esa difícil hermandad? Quien lo logre de verdad hará historia, una historia que permita que nos reconozcamos en la autoridad moral del gobernante, en el funcionario servicial, en el político honesto y franco, así como nos reconocemos en el paisaje, en la intimidad de la familia, en el libro que leemos.

Ojalá así sea, porque el país político se va distanciando cada vez más del nuestro. Aquel es un mundo extraño y una ruta sinuosa. Es lo más distante y contradictorio del que está por aquí cerca, en el hombre común que lucha por sobrevivir. (O)