Podría apostar que aquí es más probable que un expresidente vaya preso a que vaya preso un asesino. En los últimos 25 años, el 86% de los expresidentes han sido procesados penalmente. Todos menos uno. En la lista hay verdaderos capos de la mafia, pero hay otros que, como Gustavo Noboa –seguramente el mejor presidente que tuvimos desde el retorno a la democracia–, fueron víctimas inocentes de persecuciones políticas. No creo que el panorama sea muy distinto para otros exfuncionarios públicos.

Queremos que los funcionarios públicos actúen honestamente.

La corrupción es un problema especialmente grave en un Estado que no tiene recursos ni para lo más básico. Pero un esquema en donde ocupar una función pública equivalga a tener problemas legales es contraproducente, porque termina por ahuyentar a la gente honesta y con talento. Sin duda habrá patriotas, pero si esto sigue así existe el riesgo de que la función pública se termine llenando de pillastres que no tienen nada que perder.

La pregunta es cómo separar la paja del trigo. Cómo diseñar un sistema legal en donde se castigue a los funcionarios públicos corruptos, pero no se desincentive a la gente honesta a ocupar cargos públicos.

En el derecho corporativo americano se han desarrollado dos figuras legales que puede tener la respuesta. Las figuras son la business judgment rule y la indemnification.

La business judgmente rule prohíbe imputar responsabilidad al administrador de una compañía por decisiones erradas. La idea es que un administrador no será responsable si toma decisiones de negocios equivocadas, sino solamente si actúa de mala fe o privilegiándose a sí mismo por sobre los intereses de la compañía. La indemnification permite que la compañía se obligue a pagar los costos de eventuales litigios. La idea es que los estatutos de la compañía establezcan que, si el administrador es demandado, es la compañía la que asume los costos de la defensa judicial.

La business judgment rule y la indemnification crean incentivos para ocupar puestos de dirección en compañías, porque las personas saben que sus decisiones de negocios no podrán ser evaluadas por un juez que poco o nada sabe de negocios y que, en caso de demanda, no tendrán que correr con el gasto de su defensa. A la par, estas reglas no evitan que el administrador corrupto, aquel que obró de mala fe o en contra de su deber de lealtad, vaya a ser hecho responsable.

La extrapolación no es sencilla. Muchas compañías americanas tienen más poder y dinero que todo el Estado ecuatoriano, pero mientras los accionistas de una compañía pueden diversificar su riesgo invirtiendo en otras compañías y cambiar rápidamente a los administradores, los ciudadanos no pueden irse tan fácilmente a otro país ni cambiar tan rápidamente a los funcionarios.

Con todo, un régimen en donde no se juzguen decisiones administrativas sino solo casos de corrupción, y en donde existan fondos públicos para la eventual defensa legal de exfuncionarios, podría servir para acercar a la gente honesta y con talento a la función pública en el Ecuador. (O)