Los límites de nuestro lugar en el mapa se extienden con el paso del tiempo, pero el crecimiento y más, su organización, no puede dejarse al azar de los hechos. Los desplazamientos desde el campo o provincias más distantes, en práctica de la libertad de cualquier ciudadanía, explican eso que llamamos ‘invasiones’ y que tienen su propia historia: apropiación de tierras que los gobiernos legalizan, dado su crecimiento y antigüedad.

Desde que existen, las ciudades entreveran sus calles y sus habitantes, tienen núcleos preferidos por las minorías, barrios de segunda y sectores suburbanos o de las afueras, y cada sector alimenta una relación emocional con la gente que los habita. Elocuentes han sido las novelas que nos condujeron por una Guayaquil de portales, de malecón abierto al río, de tendidos de cacao. En el bulevar 9 de Octubre y sus contornos se asentaban las familias pudientes y a inicios del siglo XX, la avenida Olmedo era una demarcación ‘natural’ de una parte más pobre, el famoso barrio del Astillero.

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Ya he contado que tuve una feliz vida de barrio en un departamento de la calle Eloy Alfaro. Desde mi ventana aprecié el movimiento de un colegio, el paso de los transportes públicos, el trajín de familias muy honorables que lo usaban porque la posesión de un vehículo no entraba en las aspiraciones de la clase media. La calle, de doble vía, se usaba con mesura y nunca vi ni oí de accidentes de tránsito. Mi bus escolar me recogía en la esquina y yo subía y bajaba con mi máquina de escribir sin que nadie me previniera de ningún robo. Dentro de un panda de ciclistas, la diversión fue frecuente.

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La vida activa se concentraba en ‘el centro’: allí quedaban el odontólogo, los almacenes de telas, el edificio Calero para el calzado, la enorme Casa Tosi para todas las necesidades. Recorrer las calles de la mano de mi madre, siempre tenía un sabor de aventura y me permitía conocer personas con las que ella se detenía a charlar. Ese corazón citadino late en mis recuerdos como un escenario acogedor, ordenado y limpio. Mis vínculos afectivos con Guayaquil se afianzaron sobre esa plataforma.

(...) me arrancó una cadena del cuello. Y la sensación de peligro se arraigó para siempre.

Hoy hablamos de una urbe, un hábitat conque me ligué desde el volante de un auto, por tanto, con la sensación de amplitud y de exploración. La ciudad creció, pero estaba a mi alcance, sin horarios; la vida universitaria no se desarrolló solamente en aulas sino en salas de exposición, cines y teatros. Mi trabajo también tenía tentáculos culturales, festejos. Hasta que –quince años después de estos cálidos recuerdos– un hombre metió su mano por un resquicio de la ventanilla y me arrancó una cadena del cuello. Y la sensación de peligro se arraigó para siempre. Desde entonces se han desgranado toda clase de cuidados y consejos. Mientras la delincuencia callejera iba creciendo, los ciudadanos fuimos creando formas de defendernos: viajar con seguro en las puertas, ponerles láminas protectoras a los vidrios, no explorar determinadas direcciones, no caminar fuera de tal horario; desconfiar de autos con solo pasajeros masculinos, dudar de cada motocicleta que se nos cruzara, abandonar algunos barrios, sublimar la posibilidad de vivir en ciudadelas cerradas.

La vida cotidiana se convirtió en un combate. La palabra urbe es sonora, pero a la mayoría nos tiene desvalidos. (O)