Una de las muchas preguntas que deja el “caso Assange” alude a los objetivos que él perseguía y a los intereses que podrían encontrarse detrás de sus acciones. Una respuesta sólida solo podrá derivarse del análisis de un enorme volumen de información que abarque la historia reciente y la política mundial, de modo que por el momento solo cabe proponer alguna hipótesis. Es así porque, a partir de un determinado momento, decidió dejar su condición de hacker independiente y convertirse en un actor dentro de la política de las grandes potencias. Sus amistades y su adscripción ideológica fueron cambiando a lo largo del tiempo, como cambiaba también la orientación de la mira, que unas veces apuntaba hacia oriente, otras hacia occidente, pero siempre desde zonas oscuras en las que los cálculos conspirativos se imponían a principios y valores. En ese recorrido tempo-espacial se encuentran hitos que explican los vaivenes del personaje y grafican la gravedad de la situación en la que se encuentra después de la expulsión de la embajada ecuatoriana.

Julian Assange, contra un tipo de poder

Valores envueltos

No extradición de Assange

El primer hito fue la conformación de WikiLeaks. El grupo de hackers, liderado por el australiano, decidió poner sus habilidades al servicio del ideal de la libertad de expresión y de acceso a la información. Según sus declaraciones iniciales, pretendían filtrar documentos que comprobaran comportamientos autoritarios, especialmente de gobiernos de países no democráticos. Sin embargo, el primer país que fue objeto de sus filtraciones no fue uno de esa condición. Movidos por la gravedad del testimonio sobre una acción militar norteamericana ocurrida en 2007 en Irak, decidieron difundirlo mundialmente en 2010. Hasta ahí, Assange y su organización podían asegurar que actuaban guiados únicamente por los objetivos que se habían impuesto. Aunque las denuncias podrían afectar a los intereses de esa potencia mundial y beneficiar a sus contradictores, no existen evidencias sobre vínculos con otros países en ese episodio.

Sin embargo, las sospechas se levantaron cuando pocos meses después hicieron llegar a periódicos de diversos países miles de documentos del Pentágono y del Departamento de Estado sobre las guerras de Irak y Afganistán. Difícilmente se podía aceptar que la reincidencia en develar los secretos norteamericanos se tratara solamente de una coincidencia o que fuera producto de la debilidad de los sistemas de protección de esa información. Esas dudas se incrementaron cuando se publicaron los mensajes cruzados dentro de las diversas instancias de la diplomacia estadounidense (el Cablegate). Los dedos apuntaban a países del Medio Oriente y en general hacia fuerzas antinorteamericanas. Sin embargo, en esos mismos días uno de los integrantes de WikiLeaks abandonó la organización asegurando que estaba manejada por la CIA.

La madeja se enredó más cuando divulgó los mensajes de la exsecretaria de Estado y entonces candidata presidencial Hillary Clinton, con lo que favoreció la elección de Donald Trump. Fue difícil esconder la mano rusa en este episodio ocurrido cuando Assange ya trabajaba, desde la embajada ecuatoriana, para el canal RT. Tampoco fue fácil disimular la tensión entre la CIA, el FBI, el Departamento de Defensa y el Departamento de Estado. Era evidente que había algo más que un hacker haciendo de chico malo. Se trataba ya de un juego de las grandes ligas.

El fin del asilo lo coloca ante la posibilidad de aclarar todo el enredo para conseguir una rebaja en su pena. Hasta que ello ocurra, cabe aceptar como hipótesis que Assange jugó al mejor postor. En ocasiones estuvo con fuerzas no identificadas de Medio Oriente, en otras bajo la conducción de Putin y en otras en estrecha relación con Trump. No tuvo motivaciones ideológicas ni mantuvo fidelidad alguna. (O)