Hace unos años, una avezada consultora estableció en un informe que el Ecuador necesitaba tres mil Ph.D. Sin una fórmula que explique esa cifra, comenté en ese entonces que seguramente había redondeado la decena al millar más lejano posible. Pues nuestras empresas y universidades no estaban, y todavía no lo están, preparadas para financiar y aprovechar investigación e innovación en esa magnitud.

El Consejo de Evaluación, Acreditación y Aseguramiento de la Calidad (Ceaaces) empezó a exigir a las universidades que contrate doctores, sin ver de dónde venían ni hacia dónde iban. Y el espejismo del desarrollo basado en un cartón banalizó la tarea científica que implica obtener el título de Ph.D. en una institución prestigiosa y volverlo útil de regreso al país. Se volvió una continuación de la era del taxista con título de abogado.

Coincidió que había empezado mi doctorado en Holanda y me postulé exitosamente a una de las becas Senescyt para culminarlo en Dinamarca, como miembro de un prolífico programa de investigación. Realicé estudios que aquí mucho se necesitan, aunque a nadie importan, y al regreso me uní al entonces dos por ciento de becarios desempleados.

Este porcentaje ha crecido tanto que la Senescyt ya permite devengar la beca en el extranjero, opción a la cual busco acogerme ante la imposibilidad de pagar el vuelto que le debo al Estado. Mientras, veo lo que queda por andar en el Ecuador, razón primordial de mi anhelo de superación, y todo lo que quedará pendiente por nuestra forma de hacer las cosas.

Llevamos diez años de intuitivamente atacar la desnutrición crónica desde el Ministerio de Salud, sin hasta ahora plantearnos como condición sine qua non la Atención Primaria de Salud, o al menos la detección y el tratamiento efectivos de infecciones digestivas sintomáticas y asintomáticas parasitarias, bacterianas y virales que inhiben la absorción adecuada de nutrientes. De igual manera, empujamos la estandarización curricular y capacitación docente para mejorar el rendimiento estudiantil, sin conocer qué debíamos mejorar y cómo.

Siempre nos pilla la premura por resolver, y lo hacemos sin siquiera revisar la literatura científica existente. Seleccionamos lo que nos conviene entre lo que está disponible en internet o llega a nuestras vidas casi por ósmosis. Entrando y saliendo por la puerta giratoria que lleva de la universidad a la contienda política, pasando por la consultoría o función en organismos internacionales o del Estado, van y vienen los personajes que ayudan a reforzar sin filtro los discursos que hacen tendencia afuera.

Las repetidas apariciones en medios de comunicación de los de siempre dan cuenta de un estado de anomia compartido, en el que se habla casi todos los días de lo mismo, y de similar manera. Pocos hacen o se hacen preguntas difíciles, de esas que nos deberían tener rompiéndonos la cabeza en las noches.

En comparación con el tamaño de la inversión de los dineros de todos en la educación de algunos de nosotros, la ciencia avanza a pasos microscópicos. Al menos deberíamos cuestionarnos si es así como debemos aprovechar el conocimiento que con dificultad está disponible en el país. (O)