Estoy segura de que si escarbamos en la historia saldrán parecidos o iguales casos, pero el presente se obstina en mostrarnos el rostro más horrible de la vida. Esos quince años que se han llenado de simbolismos sentimentales tanto para mujeres como para hombres son las cifras encarnadas en dos jovencitos violentos: en Ecuador, uno fue contratado desde la cárcel para tirotear a un ciudadano en el suburbio de nuestra ciudad; en España, otro ha asesinado a sus padres y a su hermano pequeño.

Los psicólogos y maestros han señalado con abundancia lo que ocurre en esa edad que se llama adolescencia. Los padres y madres se afanan en acompañar los desajustes conductuales de ese período frágil e inestable, tan esponjoso para el aprendizaje de saberes y siembra de actitudes. El claroscuro de esa etapa está zarandeado desde la búsqueda de la aceptación –y el grupo de los amigos se hace fundamental– a la fidelidad a ideas que convencen. Cuando fui profesora de adolescentes aprendí a identificar al que aparentaba atención y estaba carcomido por angustias interiores, al que decía la verdad detrás de la espalda de la madre que sí mentía, al que detestaba estar en el aula.

La edad escolar concentra las esperanzas familiares. Todos quieren que sus hijos aprovechen el tiempo, se destaquen, alcancen buenas calificaciones porque los códigos sociales dicen que así se abren los caminos del futuro. Meterlos en la perspectiva futurista cuesta esfuerzo ya que muchos quieren vivir el día: la palabra disfrutar se ha vuelto una obligación y ha superado con creces el viejo imperativo de cumplir deberes. El buen profesor es el que divierte, el mejor deporte es el que explota las virtudes del cuerpo, los buenos compañeros son quienes se prestan a la complicidad de las transgresiones.

Dentro de la cadena de los gozos, los padres que pueden lo dan todo: objetos para el placer, viajes tempraneros, permisos para actividades sinfín. En ese panorama, el “lo único que tú tienes que hacer es estudiar” que escuché tantas veces como dictamen paterno no tiene puesto. Hay mucho más que atrae, el llamado de la diversión es poderoso. Cuando al joven español que había decaído en su rendimiento escolar sus padres le cortaron el wifi, se desató su infierno: tomó una escopeta y disparó a su madre dos veces, a su hermanito una y esperó tres horas el retorno del padre para descerrajarle tres balazos. Escondió los cadáveres en una bodega y se encerró a jugar en su consola electrónica durante tres días. Tuvo la sangre fría de responder llamadas y decir que tenía COVID-19 y estaba confinado.

Yo necesito asesoramiento especializado para entender cómo se cruza la línea que separa el orden del caos, la rebeldía de la criminalidad, la aceptación tácita de la obediencia filial a este desafuero asesino que necesitó de horas para desencadenarse. En Ecuador, muchos delitos nos los explicamos con la pobreza, con el negado horizonte para los jóvenes depauperados. Si se carece de todo en medio de una sociedad atiborrada de publicidad suntuaria donde las cosas consiguen la felicidad, es obvio que el primero que ofrezca un puñado de dólares por traficar, robar, mendigar y hasta matar será seguido. Lo cierto es que dos criminales de quince años de diferentes países me hacen sentir la aterradora sensación de vivir en un mundo enloquecido. (O)