Así me dicen algunos amigos. Me gané ese apodo –entre muchos otros que tengo el honor de tener– porque me encanta ver y entender el Universo. Es verdad, soy de los que se paran en la mitad de la acera a señalar la luna cuando tenemos la dicha de encontrarla en el cielo durante el día. También, es verdad, me encanta identificar las estrellas y los planetas en el firmamento e inmediatamente compartirlo con los transeúntes. Me han dicho que, a veces, grito cuando comparto. Es verdad, encuentro refugio de la locura del día a día y de mi profesión, en la exactitud de las ciencias duras, en particular, de la física y la astronomía. Entonces, si bien no me parece exacto el apodo, tengo que aceptarlo con dignidad y altura. Al final, quien más, sino los amigos, para burlarse de las pasiones y hobbies de uno.

Ahora, debo aclarar que no soy ufólogo ni me interesa la ufología. Es más, francamente, me parece que esta inofensiva seudociencia –a diferencia de otras peligrosas, como la homeopatía– es una expresión de la ignorancia cultural detrás de las teorías conspirativas. Estas expresiones de ignorancia eran, antiguamente, sobre demonios, brujas, duendes, ángeles o resucitados. Ahora, han evolucionado a los illuminati, los reptilianos, los terraplanistas y cuanto adefesio se escucha o lee por ahí. Y sobre esto, un científico hijo de judíos ucranianos –justo en momentos cuando Rusia invade Ucrania–, de nombre Carl Sagan, sostuvo con absoluta clarividencia la necesidad de que “en todos los países deberíamos enseñar a nuestros hijos el método científico y derechos humanos. De estos nace una cierta decencia, humildad y espíritu comunitario. En el mundo embrujado por demonios que habitamos, esto puede ser todo lo que se interpone entre nosotros y la oscuridad que nos envuelve”. No se puede agregar más a semejante mensaje.

Regresando a mi apodo, creo que existen algunos otros ‘ufólogos’ en Guayaquil. Todos conocemos a alguien que, cuando regresa a casa al final del día, alza la mirada al cielo y admira sus colores. A estos ‘ufólogos’ quiero enseñarles un truco: cuando la luz del Sol está menguando, dando ese espectáculo de colores rojos, naranjas, azules y morados en el cielo, y la noche empieza a tomar cuerpo, suele aparecer en el firmamento, cerca del horizonte, un destello titilante que, después de la luna, es el objeto más brilloso del cielo. Ese es el planeta Venus, de donde vienen los venusianos.

Más tarde, cuando ya estén llegando a casa y la oscuridad arropa más el firmamento, aparece más arriba de Venus un destello menos brilloso y quizás más rojizo. Ese es Marte, el planeta rojo, domicilio del dios de la guerra y de los marcianos.

En estos momentos, en el carro o caminando, cuando el cerebro todavía sigue repasando detalles de la actividad laboral y se atribula con problemas cotidianos, a veces, es recomendable parar y alzar la cabeza hacia el firmamento. En lo personal, siempre me produce el mismo sentimiento de humildad y de insignificancia, de perspectiva ante la eternidad del Universo. Si por eso me toca aguantar que me digan ‘ufólogo’, pues bienvenido sea. (O)