En abril de 2016 el último dictador ecuatoriano dijo que el precio del barril de petróleo llegaría a 200 dólares. Según él, ese valor se podía fijar al ojo, entonces no había problema en seguir gastando y prevendiendo reservas. Correa no fue un profeta ni un genio. Reunía las características adecuadas para el momento en que apareció: lenguaje sencillo, cierto mestizo buen ver, actitud determinada, credenciales académicas. Inició su andadura política arremetiendo contra los fondos con los que el Estado pretendía atender “los años de vacas flacas”. Esto sonó lindo al 60 por ciento de ecuatorianos, para los que el ahorro y la previsión son costumbres de “tacaños” pesados y sucios. Los disipadores, que viven el día, esos son los alhajas, con ellos se farrea... Y claro, la mayoría eligió durante diez años a uno así, uno que organizaba bailantas sabatinas.

Pero el momento de pagar la fiesta nos ha llegado de manera exageradamente dura. El responsable del dispendio está prófugo a un océano de distancia. Ese 80 por ciento que lo respaldó en los meses del pícnic de Montecristi, no puede decir que no tiene nada que ver. Las voces sensatas fueron acalladas llamándoles los OCP (ortodoxos, conservadores y prudentes). Ahora en la debacle lloran. Esa vasta mayoría actuó así porque se nos ha malformado con una moral inmediatista y miras de cortísimo plazo, que aprovechó el populismo, cuya esencia es una visión circunstancialista. Velasco Ibarra, el abuelo del populismo ecuatoriano, decía que no creía en la planificación sino en “los hombres capaces de resolver la circunstancia”. La historia ha demostrado que estas políticas son absolutamente incapaces de sostener un proceso de desarrollo continuo y eficiente. Desde Tijuana hasta Ushuaia, el legado populista es la miseria.

No se trata solo de que los Estados, en lugar de gastar en majaderías, estructuren fondos con los altos ingresos de los tiempos de bonanza, algo que por cierto debe hacerse, como lo hace Noruega con éxito formidable. La propuesta va mucho más allá, es desarrollar en toda la población una cultura de ahorro que provea al país de los capitales indispensables para el despegue. Todo debe empezar por el ejemplo de los gobiernos al mantener obligatoriamente reservas que permitan afrontar situaciones críticas. El aporte a la seguridad social debe ser rediseñado como un depósito de ahorro y no, como es hoy, un impuesto. Estimular todas las posibilidades de ahorro a través de instituciones financieras. Y sobre todo, desarrollar contenidos y actividades educativos que promuevan esta virtud entre los niños y jóvenes. El clásico chanchito de cerámica debe volver a ser un compañero y referente de la niñez. Durante los días violentos del pasado octubre negro se vieron los efectos de haber abandonado por décadas la educación en manos del marxismo, cuyo dogma es la lucha de clases y su proyecto la revolución homicida. Quedó claro entonces que era necesaria una educación diferente, basada en principios positivos y en actitudes constructivas. Hay consenso sobre eso, pero ¿cuáles son esos principios y actitudes? El planteado debe ser uno de ellos y no el menor.

(O)