¿Por qué un grupo del que se esperaría sea modelo de respeto, bonhomía y benevolencia, como son los animalistas, se caracteriza por la violencia de su lenguaje, por la dureza de sus calificativos y la cerrazón de sus opiniones? ¿Dudan de la validez de su causa y pretenden dominar con agresividad su propia inseguridad? Mi columna de la pasada semana desató un patatús histérico entre muchos animalistas, que se expresó sobre todo en esa tierra de nadie que constituyen las redes sociales. Por supuesto que hubo personas, entre ellos amigos míos, que también expresaron su desacuerdo con mis tesis, lo hicieron en uso de su derecho a la disconformidad, pero en buen tono y no puedo menos que respetarlos.

El mencionado artículo se refería a la conveniencia circunstancial de que se permita que se vuelvan a celebrar corridas de toros completas en Quito, derogando todas, todas, las disposiciones de una consulta del último dictador por inconstitucional. ¿Por qué lo era? Abogados han encontrado hasta treinta razones, pero sólo mencionaré que las limitaciones que impuso a la libertad de prensa la invalidan de hecho y de derecho. Un acto de esta naturaleza vale o no vale, en lo que me gusta y en lo que no. ¡Todo al canasto!

El humanismo parte de que la primer certeza es nuestra condición humana, que se manifiesta en nuestra calidad de seres pensantes. El viejo “pienso luego existo” de Descartes. Sobre esto se edifica todo lo que conocemos y todo lo que pretendemos ser. Esto nos convierte en el centro ontológico del universo, querámoslo o no, porque no conocemos la realidad sino desde la centralidad de lo humano. Sólo podemos concebir la naturaleza para el hombre y así actuamos. Fabricamos objetos, comemos, ¡respiramos!, esto es usar la naturaleza. Por supuesto que este uso debe hacerse de manera pensante, sustentable, ella es nuestra casa. Salvo los derechos de otros humanos, el uso de los objetos creados por hombres y mujeres están a su libre disposición sin restricciones. Esto vale para los animales domésticos, desarrollados con propósitos específicos: alimentarnos, vestirnos, transportarnos... etcétera, no tienen “derechos”, porque esa una categoría humana que presupone un correlato de deberes. Su fin es el servicio de su creador. Por oposición, cada individuo humano es “un fin en sí mismo”, como lo dijo el viejo Kant.

El veganismo y otros reduccionismos similares pueden ser recetas de vida sana, lo que no se puede es convertirlos en imperativos éticos. Quienes consideran que el ser humano es sólo un ente entre otros iguales en el Universo son antihumanistas y no tardan en convertirse en partidarios de la extinción de la humanidad. Existe y crece el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria. No se puede imponer el gusto por la tauromaquia, pero el respeto a esta manifestación artística, constituye un excelente indicativo de que determinada persona entiende bien qué es ser humanista, es decir cree en que cada individuo humano constituye en sí mismo el propósito del Universo y puede usar libremente las creaciones de su ingenio y su trabajo. (O)