Caer en los llamados suelos falsos, que están cubiertos con hojas como simulando la tierra firme, y quedar sumergido hasta la rodilla o la cintura, en los bosques del sur de la Amazonía, es una de las peripecias que ocurren en las expediciones a pie en las que se descubren especies en Ecuador.

Los nativos shuar de las provincias de Morona Santiago y Zamora Chinchipe conocen estas trampas naturales en las cordilleras del Cóndor y del Kutukú y las han bautizado como “las bambas”, dice Jorge Brito, biólogo investigador del Instituto Nacional de Biodiversidad (Inabio) que ha participado en la descripción de 26 especies que eran desconocidas para la ciencia.

Lo complejo es que él se centra en seres vivos diminutos, micromamíferos poco carismáticos que pueden entrar en la palma de una mano.

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La historia sobre el descubrimiento de Thomasomys pardignasi, la última especie nueva de roedor hallada en Kutukú cuya descripción recién fue publicada esta semana, empieza en los primeros meses del 2012 cuando se hizo una expedición por tierra en este macizo cubierto de vegetación.

En ese entonces, cuenta Jorge, consiguió un fondo del museo de Chicago, en EE. UU., para internarse en Kutukú, una cordillera de 120 km de longitud que se extiende desde el río Pastaza hacia el sur hasta el Santiago y que está aislada de los Andes por el río Upano.

Thomasomys pardignasi fue descubierto en exploraciones en áreas remotas y de difícil acceso como las cordilleras del Kutukú y del Cóndor. Foto: CORTESÍA JORGE BRITO

La literatura decía que las partes altas de la cordillera del Kutukú, ubicadas a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar, eran similares a las del Cóndor, pero era una hipótesis ya que ningún científico lo había corroborado.

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“Nadie había subido a la cima del Kutukú y a mí me quedaba la duda, la única forma de verificar esta hipótesis era llegando al sitio”.

Pasaron cinco años desde aquella primera intromisión hasta que, en febrero del 2017, Jorge hizo una exploración aérea. Contrató una avioneta por 50 minutos para sobrevolar toda la cordillera y detectar desde el aire posibles trochas de acceso para coronar la cumbre.

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Una de las limitaciones es la falta de financiamiento, que es más grave si se trata de especies tan poco carismáticas como los roedores de la fauna silvestre.

Lo ideal hubiera sido usar helicóptero pero cobraba $ 5.000, recuerda Jorge, por lo que se decidieron por una de las avionetas que da el servicio aéreo desde Macas, que le cobró $ 350.

Un bosque de flora en miniatura, como árboles de bonsáis, se extiende a la vista de los científicos

En medio del follaje húmedo se arman campamentos en los que pernoctan los científicos. Foto: CORTESÍA JORGE BRITO

Desde el aire, durante el sobrevuelo, ya se vislumbraba que la cima de la cordillera del Kutukú no era igual que la del Cóndor. Esta última es casi sin vegetación, solamente pajonales con bromelias terrestres y todo el sustrato tiene coloración blanquecina por el cuarzo, explica Jorge. El Kutukú no se veía así

Lo similar eran las paredes macizas con caídas verticales en las que fluyen cascadas gigantes. “Al hacer estas expediciones no tenemos idea de qué nos vamos a encontrar con especies nuevas, esto es totalmente al azar. La justificación de la expedición está en toda la información que recopilamos de lugares en los que nunca ha estado un científico”.

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Hacer investigación implica forjar alianzas, que fue lo que sucedió en mayo del 2017 cuando con la ayuda del proyecto Arca de Noé, financiado por la Secretaría de Educación Superior (Senescyt), y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) se armó la prospección terrestre, una primera mirada antes de hacer la expedición final al Kutukú.

Esta se hizo en julio del 2017 cuando Jorge se ayudó de los nativos del lugar para llegar a una propiedad ganadera por la que avanzó hasta el inicio de la meseta tras una caminata de dos días. Subidas y bajadas por caminos escabrosos.

Había tensión porque pensaban que éramos mineros. El dueño de la propiedad ganadera, Carlos Hurtado, fue enérgico y me dijo que si veníamos por las minas ya nos podíamos ir regresando, pero me presenté con mi credencial del Inabio y nos dio el permiso para pasar por su finca y avanzar”.

Desde ahí partieron a las 5 de la mañana, abriendo la vegetación con machetes por bosques primarios en los que el hombre recién se estaba internando.

El GPS, la brújula y la mochila con los elementos para acampar son infaltables en estas travesías. Jorge siguió con los dos guardaparques del Parque Nacional Sangay y uno de los trabajadores de la finca de Hurtado hasta que los cuatro dieron con una cascada de unos 80 metros de altura, la misma que habían visto desde el aire. Así llegaron al inicio de la meseta, pero ya eran las cinco de la tarde y tocaba retornar.

Fue en este ir y bajar cuando se toparon con los primeros descubrimientos. Al inicio, al avanzar por la cresta había una vegetación de 20 a 25 m de alto, árboles gruesos y grandes con palmas de hasta 40 m de altura.

Pero cuando llegaron al inicio del ascenso hacia la cima, a las 5 de la tarde, todo cambió. “La vegetación se quedó enana con arbolitos de hasta 5 y 6 metros de alto, superdensa, había muchas palmas todas enanas, como bonsáis de 1,5 y 2 metros, entonces dije quién vino a reducir este bosque, no era nada de lo que vimos desde la avioneta”, dice Jorge.

En la expedición de 14 días se halla a la nueva especie de roedor

La investigación en lugares remotos incluye la exploración aérea. Una vista del sobrevuelo sobre la cordillera del Kutukú. Foto: CORTESÍA JORGE BRITO

Un convenio entre Inabio y la PUCE llevó a la expedición final, en septiembre del 2017, cuando se halló el ejemplar que sería bautizado con el nombre científico de Thomasomys pardignasi.

Los primeros hicieron el estudio de los micromamíferos y de aves y los segundos, de los anfibios y reptiles.

Partieron de Quito hasta Macas en una caravana con los equipos. Al siguiente día salieron a las 5 de la mañana hasta Puchimi, localidad hasta donde llega el carro.

Desde ahí partieron con los caballos hasta la propiedad de Hurtado, un día de camino. Las 20 personas que iban armaron el campamento y volvieron a partir al día siguiente.

Dos días demoraron en colocar los sistemas de trampas en periplos de tres horas de subida y dos de bajada desde la finca de Hurtado.

Las trampas son cajas con una puerta. En el interior hay un cebo. El ratón activa un gatillo al ingresar y se cierra la puerta. Así queda atrapado.

Otra trampa es de caída, simulando justamente un suelo falso. Se entierran los baldes y el animal cae adentro.

Una de las trampas usadas en la expedición del Kutukú. Foto: CORTESÍA

A los dos días de que las trampas fueron colocadas ya había ejemplares, dice Jorge. “La mayoría eran similares a los encontrados en el Parque Nacional Sangay, en los Andes, pero al tercer y cuarto día cayeron animales que no teníamos la menor idea de lo que eran”.

Se trataba del que sería el Thomasomys pardignasi, hallado a unos 2.200 metros de altura. Se recolectaron 45 ejemplares pertenecientes a un igual número de especies de micromamíferos, de los que dos eran nuevos para la ciencia, en los 14 días de la expedición.

De este segundo se espera su publicación científica a finales de este año.

El trabajo siguió en Quito con la limpieza de las muestras recopiladas. “Los escarabajos que cultivamos se comieron la carne y dejaron solo el esqueleto. Luego pasamos al estudio minucioso de los huesos, que es lo más importante para tratar de identificar”, afirma Jorge, quien viajó a Alemania en noviembre del 2017 para analizar el material con unos escáneres sofisticados.

Finalmente, dos colegas de Jorge, Nicolás Tinoco y Sarah Vaca, colaboraron con el análisis genético uniéndose a la publicación junto a la científica alemana Claudia Koch.

“Con los estudios moleculares y la evidencia morfológica y molecular se confirmó que era una nueva especie que necesitaba ser descrita formalmente”, cuenta Jorge.

Entonces es cuando se empieza a escribir el artículo hasta que en abril del 2020 se expuso el manuscrito al proceso de arbitraje que se necesita, previamente a la publicación realizada esta semana tras esta revisión.

Thomasomys pardignasi fue bautizado en honor al argentino Ulyses Pardiñas, quien lleva 35 años estudiando a los roedores de América del Sur.

Cuando todo comenzó

Los micromamíferos, como su nombre lo indica, son pequeños pero esa condición no les resta importancia dentro del rompecabezas de la naturaleza. Allí yace el reto, recalca Brito, quien se enamoró de este grupo de animales que habitan un mundo casi desconocido para el ojo humano, cuando hizo su primer trabajo de investigación en la Reserva El Ángel (en Carchi), como asistente del profesor estadounidense William Teska en el 2008.

El especialista extranjero le dijo que lo ayude y que si le interesaba podía seguir sumergiéndose en ese mundo a veces microscópico, pero “quizás no te guste”, le había advertido, “porque muchos de mis estudiantes han desertado”.

Al día siguiente de que empezaron el trabajo, Jorge quedó enamorado de aquel mundo diminuto pero con las mismas complejidades y dilemas evolutivos que tienen los mamíferos más grandes.

“Cuando trabajas con micromamíferos empiezas a conocer otra vida que uno nunca pensó que conocería. La mayoría reconoce a un oso, a un tapir, a un jaguar, pero en este mundo cada animal en miniatura que atrapábamos era completamente nuevo para mí”.

Al principio, rememora, tenía los mismos estereotipos de mucha gente sobre los roedores, ya que los relacionan con las ratas que llegaron de Europa, que están en las ciudades y que provocan enfermedades.

“El profesor me iba explicando, este casi no tiene ojos, son muy pequeñitos porque es un animal subterráneo, Este otro tiene una estructura particular que le sirve para trepar los árboles, es arborícola, vive en los árboles, este otro es especializado para la vida acuática, él nada y caza peces”.

Así como los mamíferos grandes, incluidos los monos que se deslizan entre los árboles o los jaguares y tapires que viven sobre el suelo, Jorge fue aprendiendo que en ese mundo en miniatura también hay una especialización interesante.

“Estos micromamíferos fueron especializándose para evitar competencia. Hay arborícolas, subterráneos, acuáticos y terrestres”.

Evolucionaron de esta forma y se quedaron pequeños, como uno de los últimos eslabones de la vida para completar la interacción del ecosistema.

“Hay unos que se encargan de depredar semillas, brotes e insectos que son tan insignificantes para un mamífero grande que no los va a comer. Hay infinidad de plantas, los árboles más grandes son usados por los mamíferos más grandes y la flora pequeña es usada por los vertebrados más pequeñitos. Así es como esta gran red se arma, como una gran telaraña de la naturaleza”, explica el científico de 38 años y nacido en Macas.

Hay muchos sitios sin explorar, pero están amenazados

Los análisis de los primeros hallazgos se hacen bajo carpas con equipos que se llevan en mochilas o con la ayuda de caballos. Foto: CORTESÍA JORGE BRITO

Tenemos aún muchos sitios por explorar en Ecuador, no sabemos qué podremos encontrar allí, pero el problema son las amenazas que enfrentan estos lugares”, asegura Jorge.

Después de la expedición se enteraron de que toda la cordillera del Kutukú está bajo concesión minera. “Nos preguntamos, qué va a pasar con estos bosques primarios”, añade.

Kutukú y la del Cóndor son cordilleras mucho más antiguas que la de los Andes. Tienen 340 millones de años de formación y se levantaron después de que lo hizo el escudo guayanés en Venezuela, Brasil y las Guyanas. Es el sitio donde está el salto de El Ángel, considerada la caída de agua más alta del mundo.

Cómo en ambas cordilleras no se han encontrado especies que sean parte de un nuevo género específico, la hipótesis es que tras la formación de los Andes algunas de sus especies se trasladaron por estos corredores o entradas de vegetación y empezaron a ingresar a los bosques del Kutukú y del Cóndor, porque originalmente eran solo macizos sin vegetación.

La conservación de estos sitios da esperanza en la búsqueda de respuestas para despejar las hipótesis pendientes con nuevas exploraciones a los bosques de bonsáis naturales, refugio de todo un ecosistema en miniatura. (I)

El científico Jorge Brito en una de sus expediciones por los bosques del sur de la amazonía ecuatoriana. Foto: CORTESÍA