La arrogancia del poder

Maestro y discí­pulo conversaban en una esquina, cuando una anciana los abordó. “¡Apártense de delante de mi escaparate!”, gritó. “¡Están estorbando a mis clientes!”.

El maestro pidió disculpas y cambió de acera.

Continuaban la conversación, cuando se les acercó un policí­a.

“Necesitamos que se aparte de esta acera”, dijo el policí­a. “El conde va a pasar por aquí­ dentro de poco”.

“Que el conde pase por el otro lado de la calle”, respondió el maestro, sin moverse de su sitio. Después se giró a su discí­pulo:

“No lo olvides: no seas nunca arrogante con los humildes, ni humilde con los arrogantes”.

La arrogancia de la santidad

El monje zen habí­a pasado diez años meditando en su cueva, intentando descubrir el camino de la Verdad. Una tarde, mientras oraba, se le acercó un mono. El monje intentó concentrarse. El mono, sin embargo, se le acercó despacito y le quitó la sandalia.

—¡Maldito mono! —dijo el monje—. ¿Por qué has venido a perturbar mis oraciones?

—Tengo hambre —dijo el mono.

—¡Largo de aquí­! ¡Estorbas mi comunicación con Dios!

—¿Cómo quieres hablar con Dios si no eres capaz de comunicarte con los más humildes, como yo? —dijo el mono.

Y el monje, avergonzado, le pidió disculpas.

La arrogancia de la fuerza

La aldea estaba amenazada por una tribu de bárbaros. Los habitantes fueron abandonando sus casas y huyeron hacia un lugar más seguro. Al final del año, todos habí­an partido, excepto un grupo de jesuitas.

El ejército bárbaro entró en la ciudad sin encontrar resistencia e hizo una gran fiesta para celebrar la victoria. En mitad de la comida, apareció un padre jesuita.

“Habéis entrado aquí­ y habéis echado fuera la paz. Os pido por favor que os vayáis sin demora”.

“¿Por qué no has huido todaví­a?”, gritó el jefe bárbaro. “¿No ves que puedo atravesarte con mi espada sin siquiera pestañear?”.

El padre respondió con calma:

“¿No ves que yo puedo ser atravesado por una espada sin siquiera pestañear?”.

Sorprendido por tan gran serenidad ante la muerte, el jefe bárbaro y su tribu abandonaron el lugar al dí­a siguiente.

La arrogancia de la envidia

En el desierto de Siria, decí­a Satanás a sus discí­pulos: “El ser humano siempre está más preocupado por desear el mal a los otros que en hacerse el bien a sí­ mismo”.

Y para probar lo que decí­a, decidió tentar a dos hombres que descansaban allí­ cerca.

“He venido para hacer realidad tus deseos”, le dijo a uno de ellos. “Puedes pedir lo que quieras, que te será dado. Tu amigo recibirá lo mismo que tú, pero el doble”.

El hombre permaneció largo tiempo en silencio. Finalmente, dijo:

“Mi amigo está contento, porque obtendrá el doble que yo, sea cual sea mi deseo. Pero he conseguido prepararle una trampa: mi deseo es que me dejes ciego de un ojo.