Es un placer secreto y a veces culposo. Cremoso y silencioso, se derrite en la boca disolviendo las penas y acariciando los sentidos. Toda niña recuerda los chocolates robados al abuelo o llenando mágicamente las botas navideñas: láminas de plata que se desgarraban en trizas de colores de vainilla, caramelo y delicias afrutadas. Se podría narrar la vida en episodios de chocolate: chocolate en taza y en barra, en ritual sagrado y femenino, en cajas de bombones que juramos saborear con paciencia, pero que devoramos como fieras dejándonos poseer por la fragancia oscura del cacao y su historia antigua que corre por nuestras venas desde tiempos prehispánicos.
Los conquistadores españoles, deslumbrados por las riquezas americanas, introdujeron el cacao en Europa. En el siglo XVI se popularizó en España como bebida de élite, mezclando ingredientes de ambas culturas. El médico Antonio Colmenero de Ledesma publicó en 1631 la receta de un tónico maravilloso que contenía cacao, chiles, anís, canela, vainilla, achiote, azúcar, avellanas y almendras. De España pasó a Francia, donde María Teresa de Austria y Luis XIV lo consagraron como bebida favorita de la nobleza europea. El arte lo retrató como un lujo sensual. Y aunque algunos asociaran el placer con ociosidad y vicio (en el siglo XVII, las “Casas de Chocolate” frecuentadas por bohemios y aristócratas eran consideradas símbolos de corrupción moral) prevaleció el amor apasionado por el chocolate. “¡Oh, divino chocolate / que arrodillado te muelen / manos plegadas te baten / y ojos al cielo te beben!”, declaró el valenciano Marcos Antonio Orellana.
Originalmente disuelto en agua, más tarde se mezcló el cacao molido con leche y crema y surgieron incluso tazas especiales para su degustación. Con el tiempo se desarrollaron polvos de cacao más fácilmente solubles que todavía protagonizan las memorias infantiles más felices. Un señor alemán me confesó que en las tardes frías y oscuras de invierno, su madre lo recibía en casa con una taza de chocolate caliente, aroma que se convirtió por siempre en sinónimo de hogar y amor con un regusto a tierras cálidas y exóticas.
En 1828, el holandés Van Houten inventó la prensa para extraer la manteca de cacao, creando así la primera barra de chocolate. Desde entonces, la expansión global de la industria chocolatera ha sido imparable. El lado oscuro: las condiciones laborales en las plantaciones y la monopolización del mercado por parte de grandes empresas chocolateras que pagan una miseria por la pepa de oro y amasan fortunas con su producto procesado. Por eso es maravilloso que hoy existan tantos emprendimientos que crean chocolates donde cada paso, desde el cultivo hasta el proceso y el transporte, se hace con conciencia social y medioambiental, creatividad y autenticidad. Esta Navidad, en lugar de comprar chocolates de prestigiosas marcas tras las cuales se ocultan infames prácticas de explotación, podríamos apoyar la calidad nacional: así el placer empieza en el amor por la tierra, la bendita tierra de nuestro Ecuador donde nació esta planta mágica, un verdadero manjar de los dioses, delicia y el deleite del mundo entero. (O)












