¿Habrá calculado el gran Sergio Ramírez que los lectores de esta, su última novela, se dividirán entre quienes reaccionamos al instante con la alusión a la bailarina estadounidense-mexicana que va en el título y los que jamás habrán oído ese nombre? Solamente el vistoso lunar de canas en el cabello de un protagonista –sello peculiar de la vedete– justifica la mención. Sin embargo, reconozcamos que es un título notable.

La senda literaria del nicaragüense es deslumbradoramente meritoria, coronada por el Premio Cervantes en 2017. Retirado de la política, luego de ser vicepresidente junto con Daniel Ortega después del triunfo sandinista, se convirtió en su detractor al verlo anular los ideales revolucionarios y seguir el camino del dictador que ellos combatieron, Somoza. La literatura ganó un brillante narrador que ha ido sembrando de luminosa producción su andadura de intelectual profundo, frontal y solidario. Tuve la suerte de presentar en Quito su premio Alfaguara 1998, con Margarita, está linda la mar, y mantener con él varias conversaciones, en su repetido paso por el Ecuador.

En esos símbolos se ceba la disidencia estudiantil y sobre ellos cae la bala inmisericorde...

Mientras Ortega se iba apropiando del país, la novelística de Ramírez mostraba los modos y los estragos de un gobierno autoritario y corrupto que se ha sostenido a base de pactos y de violencia, en un remedo de democracia para lo cual manipula repetidas relecciones. De la reacción popular, más que nada universitaria del año 2018, brota la materia prima de Tongolele no sabía bailar, fin de una trilogía en la cual el inspector Dolores Morales lidera la lucha contra las fuerzas gubernamentales.

La novela tiene muchas cualidades: su trama ingeniosa, levantada sobre el poder de los diálogos –que van desde el sabor del habla popular hasta la reflexión política y religiosa y sobre cantidad de personajes marcados por certeras caracterizaciones–, está incrustada en el panorama de una Nicaragua rigurosamente estratificada en instituciones político-militares, en cuya cumbre se otea a la pareja del poder. ¿Acaso no ha sido Rosario Murillo, la cónyuge-vicepresidenta, quien a base de supersticiones y creencias exóticas no erigió árboles de hierro fluorescente por carreteras y plazas? En esos símbolos se ceba la disidencia estudiantil y sobre ellos cae la bala inmisericorde de hordas paramilitares armadas como para combatir a un ejército enemigo.

Ni Sergio Ramírez, exvicepresidente sandinista, se salva del accionar del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua

Ramírez tiene la habilidad suficiente para salpicar de humor situaciones en las que hay gente que se juega la vida, funcionarios que engañan, militarotes que asumen tareas de asesinos. El mayor consejero del protagonista es un fantasma y una habilidosa espía, una señora mayor que precisamente por eso pasa inadvertida. La memoria de los sacerdotes que en diferentes países centroamericanos fueron sacrificados por hacer apostolado entre los pobres emerge de algunos que en esta trama no temen el clásico contubernio de las autoridades políticas y eclesiásticas. Que Venezuela colaboró con el régimen del gobierno eternizado en el poder, es dato histórico. Que la Policía Sandinista se convirtió en Policía Nacional y se olvidó de los ideales, se puede deducir. Se entiende entonces que la novela haya sido prohibida en Nicaragua “por incitar al odio y menoscabar la integridad nacional” (explicación rimbombante) y que el autor sufra exilio. (O)