Un pueblo casi bonito, algunas decenas de casas con gracia, una iglesia casi bella en un parque decente, graves problemas de higiene... Los alrededores no eran lo que se dice mágicos, campos de pan sembrar, potreros y bosques de eucaliptos. Mi pueblo. Dicen los geólogos que erupciones volcánicas lo cubrieron de ceniza en dos ocasiones; una erupción de demagogia en los años setenta lo sepultó en un alud de población marginal. Cotocollao, puerta de los yumbos... El edificio más hermoso y significativo de la parroquia era el colegio vocacional de los jesuitas, el San Ignacio de Loyola, maciza estructura de piedra, rodeada de jardines, que encerraba místicos claustros. Los domingos íbamos a su hermosa capilla, austera y no por ello modesta, a oír misa.

Quise estudiar la secundaria allí, pero como jamás manifesté a nadie tal deseo, no se cumplió. Quizá lo dispuso Dios porque, pocos años después, el colegio se cerró y el soberbio edificio, que sigue siendo la construcción más significativa de la zona, se transformó en una biblioteca, cuyos fondos constituyen un tesoro incalculable y único de libros y documentos, vasta y selecta muestra de la cultura ecuatoriana. También contiene colecciones de arte, de arqueología y objetos históricos que constituyen un museo singular. Lleva el nombre de su creador, el padre Aurelio Espinosa Pólit, intelectual de quilates, latinista y helenista insigne, maestro de gigantescas ejecutorias, como la Universidad Católica del Ecuador y esta que comentamos, que bastan para colocarlo en el cenit del firmamento educativo nacional. Establecida la institución en ese lugar por mí añorado, pude entrar allí no ya como niño curioso ni distraído feligrés, sino para investigar como universitario, primero; como escritor, luego. Mañanas y tardes que la nostalgia ilumina de pena, en las que respiraba el polvo de la sabiduría. Todos los libros de mi autoría y otros que edité en proyectos colectivos provienen en alguna medida de allí.

Tiempos malos para los libros en el mundo, que en Ecuador son catastróficos. Aquello de que el ecuatoriano lee medio libro al año es una exageración: es mucho menos. Una biblioteca tan maravillosa como la aureliana debería recibir diariamente decenas de estudiosos e investigadores; normalmente basta un dígito para numerarlos. Mantener esta augusta casa del saber requiere sumas que el Estado se comprometió, mediante ley, a sufragar. Es lo mínimo que puede hacer la gigantesca máquina burocrática en favor de la preservación de la memoria nacional. Un pueblo sin conciencia de su propia tradición y cultura está abocado a su desaparición, no como masa biológica, pero sí como entidad histórica. Sin embargo, este año se le entregó a la señera biblioteca de Cotocollao la tercera parte de su presupuesto, que ya era enclenque y que escasamente daba para mantenerla viva. Con este ilegal recorte se pone en peligro la existencia de la institución. Ojalá se arregle este despropósito, sin duda producto de un error de algún cuentayo ahorrativo que no sabe para qué sirven esos montones de papeles viejos que guardan dentro de esa estructura pétrea y fría, en un barrio olvidado de Dios. (O)