Uno de los pedidos que hicieran los indígenas al Ejecutivo cuando se empezó a hablar de diálogo para poner fin al levantamiento fue de revestir de impunidad a los autores de los delitos cometidos durante las protestas, habiendo reiterado esta condición al momento de firmar el acta por la cual se dio término a la paralización del país, con una metralla en la cabeza.

El presidente debe rediseñar sus planes y dar un trato preferente a quienes más lo necesitan: educación, capacitación y salud.

El Ecuador es un país donde, al menos, en la Constitución, se establece la independencia de poderes, de tal suerte que este perdón no lo puede otorgar el presidente, ya que corresponde a la Función Judicial iniciar o continuar los procesos penales que por los muertos y heridos, y daños a la propiedad pública y privada, se han causado, como la paralización de servicios públicos, terrorismo, lesiones, sabotaje, atracos, destrucción de bienes y muchos más.

Los perjuicios son incuantificables, comenzando por el deterioro de nuestra imagen y el peligro en que se puso a la democracia. Todos hemos sido perjudicados. Las pérdidas sobrepasarían los mil millones de dólares, siendo también millonarios los montos en el área petrolera. Agréguese la afectación a escolares y enfermos, y la especulación en los precios de los víveres, cuyos autores debieran ser castigados.

Según nota de este Diario del 28 de junio, “... al 25 de junio, hubo 73 incidentes de vulneraciones a los derechos humanos, 5 fallecidos, 200 heridos y más de 145 detenciones”. Una cifra insignificante esta última, frente a las centenas que cometieron los actos de barbarie. Y esto tiene nombres y apellidos de autores intelectuales y materiales, cómplices y encubridores. Porque todo fue perfectamente planificado. Que hubo infiltrados, sin duda, pero no todos quienes cometieron los hechos reprochables eran extraños.

Debemos considerar, además, que los afectados fueron también aquellos indígenas que, convencidos por sus dirigentes, salieron dejando sus hogares y, con niños en las espaldas, pasando hambre y frío, ayudaron a conformar las grandes masas de la sublevación. Esto se suma a los más de seis siglos de postergación.

El problema social que vivimos es muy grave. Hay necesidades básicas insatisfechas que se agudizan con el tiempo. Lo que ocurre es que no todos salen, en forma organizada y violenta, a reclamar por su tragedia. Esta mala experiencia debe dejarnos el deseo de superar la angustiante situación que viven las clases marginales en todo sentido. El presidente debe rediseñar sus planes y dar un trato preferente a quienes más lo necesitan: educación, capacitación y salud. No una limosna. Tienen derecho, porque la riqueza es de todos y el país es rico en recursos. Solo requiere de una muy buena administración.

Pero, más allá de ello, y de la razón que tuvieron los protestantes en algunos de sus reclamos, no debemos tolerar que los hechos vandálicos producidos con este motivo se queden impunes. Los vándalos deben ser sancionados con el máximo rigor de la ley, sin amnistías que han sentado un pésimo precedente, aunque sabemos que, con ello, no recuperaremos nada, menos la vida perdida de los inocentes. (O)