La confusión no es solo una consecuencia del caos: es su semilla. En América Latina, y particularmente en Ecuador, donde las necesidades se superponen en un mar de urgencias mal priorizadas, la improvisación se ha institucionalizado como método de gestión. Cuando todo parece urgente y nadie tiene claras sus competencias, el desenlace es inevitable: parálisis, frustración y el desperdicio sistemático de oportunidades.
EE. UU., tras su independencia, enfrentó un escenario no muy distinto: demandas diversas, falta de orden y el riesgo tangible de fragmentación. Su respuesta fue pragmática: en 1787, los responsables diseñaron un marco jurídico que no aspiraba a resolver todos los problemas, sino a clarificar: ¿quién debía hacer qué? Tres decisiones sentaron las bases:
Primero, la creación de un Estado federal, de funciones limitadas, pero de competencias esenciales sólidas. Segundo, la protección explícita de la propiedad privada y del emprendimiento individual como motores de desarrollo. Tercero, la institucionalización de un sistema de contrapesos que restrinja la concentración de poder y obligara a la cooperación.
De esta manera, se configuró una estructura en la que el Estado no era concebido como el proveedor de todo, sino como el custodio de un orden que permite el desarrollo de ciudadanos y empresas. No fue un modelo perfecto, pero uno claro, coherente y sostenible.
¿Se trata, entonces, de copiar? No. Pero no aprender de experiencias exitosas sería una necedad histórica.
Hoy, Ecuador se encuentra en un momento bisagra, Y, sin embargo, persiste en su costumbre de confundir síntomas con causas, de abordar lo coyuntural mientras se ignora lo estructural. No basta con administrar las crisis: urge reconstruir las bases mismas del funcionamiento estatal.
Si queremos evitar que la justicia siga siendo una lotería, que la educación pública continúe degradándose ante la violencia, o que acceder a medicinas sea un viacrucis peor que las propias enfermedades, debemos enfrentar una pregunta que suele incomodar: ¿quién debe hacer qué?. No podemos obviar que la pobreza en Ecuador es estructural, esa realidad obliga a instalar el esfuerzo y mérito como verdaderos indicadores de inclusión.
Cuando el Estado se atribuye todas las funciones —educar, construir, emplear, producir, regular y hasta entretener—, su ineficiencia no es una posibilidad: es una certeza matemática. Y cuando el privado apenas puede sobrevivir en un entorno capturado por la burocracia y la arbitrariedad, el crecimiento económico se convierte en una excepción, no en una regla. Por supuesto, el libertinaje estatal y empresarial no es una opción.
La alternativa es clara, pero exige una reforma profunda: un Estado concentrado en justicia, seguridad, infraestructura y educación, y un sector privado libre para innovar, invertir y crear riqueza. Esto no es ideología: es ingeniería institucional básica.
No habrá progreso real si no ordenamos las tareas, delimitamos responsabilidades y exigimos resultados.
Decidir, repartir y actuar: ese es el verdadero desafío de este tiempo. (O)