Ni los abogados, ni las universidades, ni los funcionarios, ni los asambleístas piensan –pensamos– el Derecho a fondo.
Los unos se limitan a observar los hechos, hacer mutis por el foro, comentarle al cliente algún tema, lamentarse un poco y acomodarse otro tanto; los otros tramitan con celeridad las propuestas y las adornan de ideología; los de más allá difunden las novedades del ordenamiento legal como la panacea universal y buscan la letra colorada. Y los demás callan porque no entienden o porque han resuelto dejar de pensar, conscientes del riesgo que implica someter el Derecho a la duda metódica, que, en lo sustancial, es ejercer la razón. Sí, “ejercer la razón”, que es atributo humano y que es tarea y responsabilidad de las élites que ahora se avergüenzan de serlo.
Es que, para muchos, es preferible medrar que reflexionar, callar que decir.
Podría suponerse que la cuestión es exclusivamente un “asunto político” en el peor sentido de la expresión, es decir, vinculado a la coyuntural perspectiva de situarse en la derecha o en la izquierda, en el gobierno o en la oposición, y de apropiarse del poder. Podría pensarse que se trata de un tema inscrito en la comprensión de la democracia desde el electoralismo. Pero no, “pensar el Derecho” va más allá, pasa por la crítica sistemática de lo público y de lo privado, pasa por el desafío de ser o no ser República, e implica purificar aquello del “estado de derechos y justicia”, y de rescatar la visión de contraste: la del “Estado de derecho”.
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Se trata de ir por el camino de las instituciones que, bien o mal, canalizaban el ordenamiento jurídico y marcaban las rutas por las que debían enderezarse las aspiraciones ciudadanas. Se trata de establecer, con rigor y verdad, si prevalecen la nociones matrices que fueron el soporte del edificio de la legalidad, o si se las ha sustituido por otros pilares ideológicos o coyunturales, y por qué.
Se trata de ir por el camino de las instituciones que, bien o mal, canalizaban el ordenamiento jurídico y marcaban las rutas...
Se trata de entender, bajo la apreciación de la lógica, que es la madre de la legalidad, si el “nuevo derecho” tiene o no sustento en aquella ficción de la soberanía del pueblo, y si la soberanía del Estado tiene límites en la tarea legislativa y en las demás, o si no los tiene.
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Se trata de entender si cambió el concepto de persona, si fue suplantado por la idea de “ciudadano”, o de la comunidad, esto es, quién es el sujeto que dota de límites al poder, y si hay espacios exentos de la injerencia del Estado, si la intimidad es un atributo que corresponde al individuo, o consiste en un permiso que concede graciosamente la autoridad.
El desafío es que hay que ir al fondo. Eso significa trascender de las ramas cargadas de interés coyuntural, de las cegueras políticas, y aventurarse más allá. El reto está en dejar de ser tramitadores de intereses y ventajas y de superar tareas que condicionan a las universidades en el papel de formar gestores silenciosos y conformes, quizá exitosos, pero sumisos a la coyuntura. Se trata de propiciar la formación de juristas, de gente crítica marcada por la reflexión y la integridad. (O)