Dinediciones acaba de reeditar el libro El duro oficio (vida del escritor Alfredo Pareja Diezcanseco), de Francisco Febres Cordero, publicado originalmente en 1989 con el Municipio de Quito. Han debido pasar 36 años para recuperar uno de los acercamientos más dinámicos a Pareja Diezcanseco, no solo por las elípticas entrevistas flaubertianas del Pájaro Febres Cordero, sino por los documentos y cartas reproducidos de tal manera que el libro es un collage lleno de sorpresas, o mejor dicho intermitencias reveladoras. Algunas cartas se reproducen con facsímiles. Una de ellas, la del escritor norteamericano Thornton Wilder, el gran autor de Los idus de marzo, escrita en 1943. La carta está en francés. Una pena que no se la traduzca, porque desborda camaradería y aprecio por el “simpático cenáculo de Guayaquil”, además de indicar que ha releído (“j’ai relu”) Hombres sin tiempola novela que Pareja había publicado dos años atrás. También ejemplar, por revelar un cambio generacional, es la larga carta de respuesta que le dirige a Gonzalo Zaldumbide en 1956, seguramente a raíz de la publicación de los primeros libros de historia de Pareja: “déjeme usted lavarme de la acusación que usted me hace de proselitismo y unilateralidad. De lo primero, diré que no milito en partido alguno y que la labor proselitista jamás me interesó”. Otra carta va dirigida al ensayista mexicano Jesús Silva Herzog, el 19 de noviembre de 1949, donde dice: “Estoy, mi querido profesor, con una cantidad tremenda de trabajo: comercio, el cochino comercio durante el día para ganar la subsistencia; novela en la noche. Estoy escribiendo una novela cíclica, seis volúmenes más o menos independientes que empiezan en 1925 y terminan en nuestros días”. Pareja se refiere a lo que será su ciclo de novelas Los nuevos años, del que el primer tomo, La advertencia, se publicó siete años después. Terminaron siendo cinco novelas, muy diferentes entre sí, sobre todo las últimas Las pequeñas estaturasy La Manticora.

Pero quiero volver a otra frase de su carta cuando menciona que escribe “novela en la noche”. Durante el día Pareja tenía que trabajar en negocios comerciales, aunque tuvo muchos otros trabajos, de manera que para escribir novela a sus cuarenta años le quedaba solamente la noche. Esto lo desasosiega. A cada rato es crítico de su obra. En el otro libro importante de entrevistas al escritor, el de Carlos Calderón Chico, Conversaciones con Alfredo Pareja Diezcanseco publicadas por editorial Paradiso en 2008, pero realizadas por las mismas fechas que las del Pájaro Febres Cordero, alrededor de 1987 y 1988, las respuestas son tajantes. Pareja había publicado La Manticora, más de diez años atrás. Le pregunta Calderón Chico: “¿Volvería a escribir novelas?” No, dice Pareja. “¿De qué novela se arrepiente?” “De todas”. “’¿De haberlas escrito?…” “De haberlas escrito mal, por no haberlas escrito como hubiera querido que sean”.

Novela en la noche. El caso de Pareja Diezcanseco no es solamente el tópico lastimero de que los novelistas latinoamericanos tiene que hacer mil trabajos para dedicarse a escribir. Esta cantaleta no sirve para novelistas que escribieron en condiciones igual de difíciles y, sin embargo, produjeron obras notables. No van por ahí el sentido profundo de las declaraciones de Pareja. Más bien dan cuenta de la exigencia de uno de los novelistas ecuatorianos en los que se puede hacer un seguimiento muy amplio de su evolución. Pareja es uno de los pocos novelistas ecuatorianos que se preocupó por aproximarse a una reflexión sobre el arte de la novela, aunque lo hiciera tangencialmente en su libro Thomas Mann y el nuevo humanismo. La gran excepción del siglo XX sigue siendo Ángel F. Rojas con el ensayo La novela ecuatoriana. Pareja, con su gran amigo Demetrio Aguilera Malta (se incluyen varias cartas dirigidas a él y son una historia de vidas paralelas sobre las que podría escribirse una biografía a dúo, que cierra con la oración fúnebre para su amigo) y Humberto Salvador, otro prolífico novelista, tienen el corpus más amplio de novelas (habrá que esperar a la aparición de Eliécer Cárdenas para que se supere ese ritmo de producción). Cuántos vacíos respecto a las relaciones entre estos autores. Investigaciones académicas abundan sobre cada uno, pero nadie los pone en juego. Salvador era contempóraneo de los otros dos, pero parecen navegar a solas.

Pareja no escatima elogios hacia Pablo Palacio, y lo que dice suena como a un balance crítico que marca distancia de las insistencias de Agustín Cueva por poner a Jorge Icaza en primer plano. Palacio era “el mejor de todos en esa época”, le dice Pareja a Calderón Chico. Luego, al Pájaro Febres Cordero, le dice que de haber vivido Palacio “no hubiera escrito con la chabacana y rápida epidemia del realismo socialista”.

Como ocurre con las obras de los autores prolíficos, en la de Pareja quedan sus logros máximos: Don Balón de Baba, Hombres sin tiempo, Las pequeñas estaturas, donde se produce el giro final de su escritura, y esa novela que es enigma y reto para lectores nada convencionales: La Manticora. Esta novela no es un camino, es una ruta de escape hacia un laberinto. Y no parece una novela, que es el mayor elogio para reconocer a las grandes novelas. En La Manticora se puede comprobar el giro del estilo tardío. Prácticamente va a la contra de lo que había hecho, sin voluntad de retrato histórico ni explicitación política, subyugado por un ritmo de gran himno épico de la reflexión. No es menor que haya una resonancia de La muerte de Virgiliode Broch. Hay como un murmullo sugerido en el libro del Pájaro Febres Cordero: ¿será que los intrumentalizadores políticos de la novela no le perdonaron a Pareja su giro final, su estricto camino individual, y no quisieron detenerse en su última novela?

Allí es cuando las novelas se vuelven interesantes, no porque se escriban en la noche. Más bien creo que esta novela fue escrita, finalmente, a plena luz del día, y a la luz diurna de los Andes, deslumbrante y con inesperados vericuetos de sombra. (O)