Nunca se definió con claridad el concepto de “pueblo” como entidad política depositaria del poder. Al principio, se lo confundió con la “nación”, otra ficción política que reemplazó a la del monarca. La “soberanía” es otra palabra equívoca que, sin embargo, caracteriza al Estado moderno. La “legitimidad” suma también equívocos. Y la democracia representativa es la síntesis de las contradicciones y vacíos que dejan estas ideas, que, vaciadas de contenido y tergiversadas, sin embargo, son parte esencial de la organización política.
Cuando a las deficiencias conceptuales de pueblo, soberanía y legitimidad se sumó el advenimiento de la sociedad de masas, la confusión alcanzó su cumbre. La víctima final fue la representación política y el desmedro de los sistemas que se sustentan en la presunta titularidad del encargo hecho por los votantes a los políticos.
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En teoría, la tesis es que los ciudadanos delegan sus potestades políticas a personajes que, se supone, expresan su voluntad y traducen sus intereses. Eso implica, sin embargo, que debería existir una correspondencia clara, inequívoca, entre el proyecto (el discurso) que proponga el candidato en la campaña y el mandato que le asigne el ciudadano con el voto. Pero hay serios disturbios, complicaciones y deformaciones estructurales en esa vinculación entre elector y elegido, derivadas de la propaganda, la demagogia, la fraseología, los calculados silencios y las evasivas de los candidatos. Y la mentira. A eso se suma la índole sentimental del sufragio, usualmente desprovisto de mínima racionalidad y cargado de prejuicios, fanatismo e ignorancia.
El supuesto, falso también, es que el pueblo es “sabio”, que está suficientemente informado y que sabe distinguir entre el interés particular y el interés general. Esto no ocurre casi nunca. Hay puntuales excepciones, pero la gran mayoría vota inducida por la propaganda, que es un método de esencial falsedad para vender gato por liebre, o decide por simpatías o antipatías primarias, por sonrisas y ofertas.
Si los grandes temas son, por ejemplo, el empleo y la seguridad, votará el incauto ciudadano por el candidato que mejor haga su discurso en torno a tales asuntos, pero el candidato se cuidará de decir el cómo y los recursos reales que empleará para la solución de esos asuntos, se cuidará de señalar las limitaciones. Hará una oferta de salvación que sonará muy bien en los oídos de los miembros de comunidades acosadas por el desempleo y el miedo. Procurará no ir más allá de enunciados tranquilizadores y soslayará las precisiones. La gente elegirá, como en otros temas, la esperanza. Y es comprensible que así lo haga. Pero, a la larga, es trágico, porque no habrá resultados y crecerán las frustraciones.
Es evidente que el mandato político, que está en la base de la democracia representativa, presenta graves debilidades y problemas estructurales, que explican los desengaños y menoscaban la confianza pública, la fe en las instituciones y la posibilidad de dotar de mínima coherencia al sistema. (O)