Si un día se abrieran las bodegas de instituciones culturales y entidades gubernamentales del Ecuador, sería un escándalo descubrir la cantidad de libros que, como con la Bella Durmiente de los cuentos, yacen dormidos por una maldición. En el famoso cuento de Perrault, una bruja perversa se vengaba de que no la hubieran invitado al primer cumpleaños de la princesa, de manera que anunció que a los 15 años la niña se pincharía el dedo con una aguja. Ocurre tal cual: la princesa se pincha y duerme durante cien años hasta que, como lo quieren los cuentos, llegará un príncipe que la despertará.

En el cuento real de los libros editados en Ecuador por instituciones culturales, estos siguen dormidos en bodegas y, por supuesto, no habrá príncipe que llegue para despertarlos y ponerlos en circulación. Los que siempre llegan son los burócratas de turno –sean de las mismas instituciones o del Ministerio de Cultura– que justifican su ineptitud con argumentos manidos y que no mueven un dedo para desbloquear este absurdo de la prohibición de la venta de los libros publicados por las entidades gubernamentales. El laberinto burocrático es francamente ridículo: no se conceden opciones de crédito mínimo para las librerías, o plazos más flexibles para los pagos, lo que las bloquea para hacer adquisiciones. El fantasma que rodea esta y otras prohibiciones es el temor de que se pudieran lucrar funcionarios, o las mismas instituciones, con la venta de sus libros. Ojalá fuera así: la corrupción no es tan sofisticada culturalmente, porque directamente se saquean las arcas públicas, menos aún se van a preocupar por obtener ganancias con la difusión de libros.

Más allá de la incomodidad y torpeza de este enfoque hacia los libros institucionales, hay que señalar que el nivel en la calidad de la edición ecuatoriana es muy alto. Lo que vuelve más dramático el escenario. Con la supuesta contraparte de que esos libros pueden ser donados, que se lo pone al alcance gratuito de los lectores ecuatorianos, lo que termina ocurriendo es que los libros pasan de unas bodegas a otras y su trayecto es el de la invisibilidad. Se argumenta que los libros se exponen a la venta en las ocasionales librerías de los centros culturales que los editan, lo que termina siendo una especie de pequeña tumba propia para los libros. Estos deben circular libremente y, sí, entrar en el circuito comercial, donde pueden encontrar la oportunidad de difusión que un único punto de venta no logrará nunca.

La situación en Ecuador para su producción editorial sigue siendo dramática. Pese a la pasión desinteresada de unos pocos y cuidadosos editores, faltan apoyos de comercialización empezando por estas publicaciones institucionales. Sobre todo es lamentable que no se produzca un movimiento orientado a destrabar los obstáculos que leyes y reglamentos instauraron cerrando el encuentro entre las producciones editoriales y los lectores nacionales. Recientemente, el Centro Cultural Benjamín Carrión, que contaba antes con una solvente y continua tradición editorial, bajo la experiencia de un acucioso editor como Raúl Pacheco, publicó una colección de ensayo que incluía antologías ejemplares no solo de autores ecuatorianos, sino de otras nacionalidades que no circulan fluidamente en el país, como Mario Montalbetti o Marina Garcés. Estos títulos se podían retirar sin costo de las oficinas del Centro Cultural. Probablemente ya se habrán acabado. En cualquier caso, es imposible encontrarlos en las principales librerías ecuatorianas. Esta vida provisional, de tramo corto de estos libros, es parte del drama. Cuando deberían estar disponibles sin cortapisas.

Uno de los principales problemas de esta política precaria hacia las publicaciones institucionales es una mezcla entre paternalismo y virtuosismo ideológico que no lleva a ningún sitio. La satanización del mercado editorial, incluso con los reducidos espacios que tiene el mercado ecuatoriano, termina por anular o invisibilizar todo ese esfuerzo editorial de intelectuales, escritores y gestores que ve su trabajo encerrado en infinitas bodegas –y no quiero señalar solo las de Quito– y que probablemente ya no verán la luz. El gran problema de esto es que la cultura editorial ecuatoriana termina moviéndose entre grupos restringidos que son los únicos que tienen acceso a los libros. La situación de hecho es que si los mismos autores no regalan sus propios libros a sus amigos y lectores, es prácticamente imposible llegar a enterarse de esas publicaciones. Esto genera la dificultad de que haya un número mayor de estudiosos internacionales sobre la cultura ecuatoriana. Mientras aumentan y se renuevan las generaciones de peruanistas, mexicanistas, cubanistas, colombianistas, los investigadores sobre cultura ecuatoriana terminan siendo figuras raras, ocasionales, o simplemente inexistentes en los circuitos académicos internacionales. Y que esto no signifique que la solución sea gastar otras fortunas por parte del Estado para publicar en el extranjero. Más bien, es necesario que se aúnen esfuerzos, que la Cámara Ecuatoriana del Libro y entidades provinciales y nacionales sumen fuerzas –y que no se caiga en el absurdo, por ejemplo, de ferias de libros separadas por no llegar a acuerdos– y el libro pueda llegar a las manos idóneas a precios asequibles. Los problemas no son únicamente de las editoriales institucionales. Sufren también las editoriales universitarias, y no digamos los pequeños editores independientes. ¿Hasta cuándo, entonces, los organismos que deberían trabajar en conjunto, como ministerios, cámaras y centros culturales, se van a reunir de una vez por todas, desbloquear restricciones y superar inercias bajo los pretextos de siempre? He señalado más de una vez que no hay una política del Estado ecuatoriano respecto al libro. Mientras eso no se corrija, la cultura editorial sigue a la deriva con los distintos políticos y funcionarios de turno que siguen pensando en el libro como el detalle decorativo, complementario, de regalo, y no como uno de los agentes fundamentales para hacer visible todo ese esfuerzo cultural que sigue trabajando en la sombra, o que se ve obligado a fugarse a espacios editoriales internacionales, con mayor difusión, con la pérdida que eso significa para el lector ecuatoriano. (O)