Cuando se instaló la Asamblea Nacional Constituyente en Montecristi, Rafael Correa tenía mayoría absoluta de la misma; controlaba el Tribunal Supremo Electoral gracias a la traición de Jorge Acosta, quien, además de dar cabida a los tristemente célebres diputados de los manteles, viabilizó una consulta popular para una constituyente plagada de ilegalidades e inconstitucionalidades, que subsisten hasta hoy.
Luego, con inconstitucionales “plenos poderes”, arrasó con la institucionalidad que quedaba y se apoderó de la justicia y los organismos de control. Hablando en términos ajedrecísticos hizo jaque mate a la alicaída democracia que teníamos desde 1979.
Al sector privado lo tenía de rodillas, aterrorizado y sumiso, haciendo fila en la alfombra roja de palacio, buscando la manera de colarse en los viajes al Medio Oriente, China y Rusia, y disfrutando del despilfarro de fondos públicos (que luego nos pasaría factura), salvo casos excepcionales de algunos empresarios que no le bajaron la cabeza, y que por ello fueron víctimas de una persecución sin precedentes; entre ellos, vale la pena mencionar a los padres de los actuales presidente y vicepresidenta de la República, Álvaro Noboa y Mauricio Pinto. Qué inesperados vericuetos recorren los caminos del destino.
Igual situación con la prensa, que en gran medida puso distancia del problema de la democracia y violación de libertades para no ser arrasada por la máquina verde; unos seducidos por la millonaria pauta que repartían los hermanos Alvarado y sus secuaces; otros para conservar sus frecuencias, bajo amenaza de que les sean retiradas; y otros para que no salgan a la luz sus deudas impagas con la banca pública o sus trafasías tributarias, ocultas por el poder del micrófono.
Pero al igual que en el sector empresarial, en la prensa hubo unos pocos medios que decidieron jugársela por su dignidad, por su compromiso ético con su audiencia y sus libertades; que decidieron hacer patria, eligiendo el camino empinado, enlodado y lleno de obstáculos.
Gracias a esos medios nos enteramos de ruidosos escándalos de corrupción y de abuso de recursos públicos; de persecución a opositores y de atropellos en nombre de la revolución ciudadana. Y en la ecuación perfecta del totalitarismo que se estaba apoderando del Ecuador, ese ruido debía ser callado. Solo así se explica el desarrollo de los artículos 16, 17, 18 y 19 de la Constitución vigente, que introduce a la comunicación como derecho (cuando universalmente es la libertad de expresión el derecho), para luego, justificar su regulación por parte del Estado (como quien se adueña de la panadería, dizque para distribuir equitativamente los panes), y al final, en la primera transitoria establecer la obligatoriedad de que exista una Ley de Comunicación, cuyo desenlace lo conocemos muy bien. Así fue como el gobierno de Correa encontró la manera de intentar callar a los medios críticos y con ello cerrar el círculo totalitario, como ocurrió en Venezuela (espejo en que se proyectaba la revolución ciudadana).
En futuras columnas seguiremos profundizando en este tema que esperamos sea considerado por el presidente Noboa en las reformas constitucionales anunciadas. (O)