Desde un eslogan político hasta un repetido llamado de jóvenes a sus mayores: la clave es cambiar, ajustarse a las transformaciones del presente. Acabo de leer una novela donde un personaje denuesta contra el pasado como tiempo muerto e inútil y alimenta la idea del hombre futuro. Los llamados a los cambios provienen de múltiples sectores: si la educación no se renueva, el país desfallece; si las instituciones no limpian sus procedimientos, la corrupción nos devora; si no defendemos el planeta, nos quedamos sin hábitat.

Esos serían cambios para sacudir el empantanamiento que parece la condición del suelo que pisamos. Pero yo ya tengo suficiente edad para mirar hacia atrás y constatar que tuvimos una ciudad más amable y organizada que la que sufrimos ahora. Los signos estaban a la vista: menor cantidad de población, conducta más reposada y respetuosa, calles por las que se circulaba en doble vía, aunque muchas no gozaban todavía de asfaltado y la gente pobre caminaba descalza sobre charcos de lluvia. Tal vez, tan solo este hecho sea suficiente para demostrar la indignidad de la miseria y valga sostener que todo se dice según el enfoque que se aplica.

Luz en las tinieblas

Guayaquil cambió, los éxodos rurales nos llenaron de tantos habitantes que jamás la totalidad alcanzará cabal atención. Siendo parte de una urbe demandante y ambiciosa, desigual y afanosa, ya ningún ciudadano puede ser el mismo y para formar parte de un conglomerado relativamente ordenado todos tendrían que mirar hacia metas comunes. Pero ya sabemos que no ocurre: que la sociedad actual nos reduce puesto, libertades, seguridad y el horizonte de cambios se muestra negativo. No se trata del progreso y la prosperidad, como declaraban las ideologías liberables, tampoco del Estado que le da a cada uno según su necesidad. Los jóvenes siguen carreras sin ilusión, los empleos no aparecen, los servicios públicos son mediocres o nulos. A pasos lentos, la tecnología y la ciencia han transformado algunas actividades.

Moverse en sociedad puede ser una pantomima en que decimos las palabras que los demás quieren escuchar.

Dentro de este panorama, me resisto a caer en la tentación de la nostalgia. Cuando oigo el clamor por la “educación en valores”, les recuerdo a los reclamantes que no existe forma de prescindir de ellos a menos que, de manera expresa, padres y maestros tuerzan la dirección del crecimiento y que donde se dijo honestidad se predique delincuencia, y que cuando se habló de sentido de la comunidad, se enseñen el egoísmo y la indiferencia. En busca de un equilibrio, estoy al abrigo de recuerdos buenos y felices –fui a mi primer año de universidad usando dos colectivos y jamás tuve nada que lamentar–, pero he avanzado adquiriendo estrategias de sobrevivencia, ganada por la gradual desconfianza al otro.

Nadie es amable con nadie en Quito

Y lo lamento profundamente. Me molesta sufrir choque con mis propias experiencias cuando constato que he cambiado, pero no para bien. Moverse en sociedad puede ser una pantomima en que decimos las palabras que los demás quieren escuchar, a costa de sacrificar las verdades propias. O caer en modas, cultos y remedos de aquello que se considera educado, cortés, agradable. A las mujeres se nos quiere atrapar con aquello de “envejecer bien” –entiéndase intervenir en el cuerpo para ocultar las auténticas señales de la edad– y dar una imagen de la salud que no tenemos y de alegría constante. ¿Cambiar así? No, me digo. (O)