Atrás quedaron los tiempos en que la palabra “doméstico” remitía al reino de las mujeres, porque hoy resulta natural admitir que cada ser humano, solo o acompañado, tiene un espacio de seguridad, libertad y expansión personal que se llama hogar, donde cada uno se saca la máscara y suelta sus represiones públicas. La mayor infelicidad de la vida debe encarnarse en la carencia de ese lugar y estar inerme frente a las fuerzas del mundo exterior.
Es el primer pensamiento que se me viene a la cabeza frente al título de la primera novela de la intelectual colombiana Margarita Cuéllar, que a más de identificarse como profesora e investigadora, sostiene que “escribe con tinta, con lanas y con hilos”: Irene Vallejo lo dejó muy claro en su maravilloso El infinito en un junco (2020) aludido en esta novela, que texto y tejido vienen de la misma raíz y analogan las actividades de las manos que los crean: enlazar palabras y puntadas es dejar para después un entramado que nos testimonia como seres pensantes y expresivos.
Margarita encadena también otros significantes, dominantemente femeninos, en su novela y son las cosas de la casa. Reflexionando en torno de las camas, las valijas, la máquina de coser, las cortinas y tapetes, la narradora dibuja días específicos de su pasado, del presente de su familia, atrapada en el hogar el año del confinamiento, en un despliegue de autoficción que nos lleva a ubicar todo lo que cuenta en la ciudad de Cali, en una villa con jardines donde un matrimonio y sus dos hijas van impregnando de hechos simples, el desafío de convivir con límites fijos. Todos pasamos por experiencias semejantes en el año 2020, tal vez por eso sea tan fácil para el lector identificarse con las situaciones de la narración.
Así y todo, la novela tiene tres puntos fuertes que vale la pena describir. El rol de madre, que arrastra consigo la atención permanente (el compartir el clóset con hijas que arbitrariamente agarran sus ropas y hasta tener una tercera cama para las visitas recurrentes. La condición femenina, no siempre celebrada cuando se repara en la libertad reducida, pero también brilla una feminidad lúcida que cuando cose, teje y remienda realiza “un gesto profundamente subversivo”, porque salva las prendas del afán capitalista que vende sus productos con “obsolescencia programada” para que sigamos comprando.
El tercer pilar de la novela es estético, porque en la literatura y el cine, la narradora sustenta su crecimiento como mujer y como escritora. Los libros que se turnan en su velador (nochero para una colombiana) muestran aquello de “dime qué has leído y te diré cómo eres”: de la andanada de libros de escritores, necesariamente hay que pasar a la lista de escritoras porque de las vivencias con que se educó al “bello sexo” (las comillas son mías) nace la conciencia de rupturas que hay que emprender para conseguir acciones diferentes, reeducación de la subjetividad y adquisición de una voz propia. Las lecciones que deja esa conciencia van desde revisar el puesto dentro del hogar, el “maternar” a la prole y verse al espejo con el paso del tiempo, sin conflictos ni quejas inútiles. “El asunto es… aceptar la narrativa del cuerpo propio”. Esto y mucho más brota de esta escritora que, felizmente, vendrá a la Feria Internacional del Libro, de Guayaquil. (O)