La novela Frankenstein o el moderno Prometeo, de la escritora inglesa Mary Shelley (1797 – 1851), narra una historia en torno a la idea de fabricar un ser humano artificial, uniendo partes de cadáveres. En este libro se abordan cruciales situaciones como la del ser que no ha pedido ser creado; la del hombre solo, que pide una compañera; el papel del lenguaje en la formación de la consciencia; el misterio de la vida, refractario aun para la ciencia contemporánea, entre otras. Publicado en pleno romanticismo (1816), cuando se establecían los cimientos de nuestro tiempo, fue contemporáneo de la derrota de Napoleón, de la 9.ª. Sinfonía de Beethoven, de la independencia de los países iberoamericanos; de la invención de la fotografía y de la locomotora; de grandes avances en medicina, electricidad y química. También recoge influencias de Milton, de Descartes, de Goethe y de antiguas mitologías.
Este bien narrado relato induce a sugestivas consideraciones, sin embargo, no ha tenido buen trato cinematográfico. Desde tiempos del cine mudo se han rodado centenares de versiones de su argumento que, privilegiando lo truculento y efectista, van de lo repulsivo a lo ridículo. Todos los Frankenstein de la pantalla se apartaron de la línea de la novela, con pérdida de los grandes valores de este texto. El más famoso fue el protagonizado por Boris Karloff en 1931, dirigido por James Whale, con innegables valores cinematográficos, pero sin seguir a Shelley. El resto de este ejército de monstruos se clasifica en la serie B del cine, de ínfima calidad artística.
Pero este año el genial director mexicano Guillermo del Toro lanza su propuesta que puede ser calificada, sin miedo a lo radical del concepto, como la mejor de todas. Fotografía, actuaciones, efectos visuales, sonido, todo fluye con márgenes de excelencia. En términos generales el guion se ajusta a la obra de Shelley, pero no es un traslado servil, sino que el creador produce su propia idea. Un filme fuerte pero bello, impactante, pero no siniestro. El protagonismo no está en la fealdad de la Criatura (así se llama el monstruo) y en su dramatismo, sino en las obsesiones de su creador, el barón Victor Frankenstein.
Hubo obras literarias precursoras del Frankenstein original. Incluso hay un hecho real, el caso de unos sepultureros condenados por profanación de tumbas, asesinato y canibalismo ocurrido en un pueblo llamado entonces ¡Frankenstein!, que hoy es la ciudad polaca de Ząbkowice Śląskie. Pero al analizar estas fuentes se obvia un antecedente muy importante. La creación no de un individuo monstruoso, sino de un grupo de personas, que constituyen un engendro colectivo. Quien lo describió por primera vez fue Thomas Hobbes (1588-1679) y lo llamó el Gran Leviatán. El problema es que esta criatura sí existe. Es lo que en otras fuentes se denomina Estado. Formado con retazos de comunidades y toda suerte de entidades sociales, sobre miles de cadáveres, es un ogro violento (su esencia), abusivo y siempre hambriento. Dicen que se creó mediante un “contrato”, sin que nadie acierte a decirme en qué museo reposa tan notable documento. Ahora que andamos queriendo refundar el país, sería interesante conocer qué dice la rara pieza. (O)