Haríamos bien en dejar de ver a la crisis peruana como algo ajeno y más bien considerarla como un espejo de nuestra realidad. Sí, es un espejo, aunque sea a destiempo, porque nos recuerda nuestro pasado nada remoto y nos advierte sobre nuestro futuro inmediato. Tan inmediato que casi es presente.

Para comenzar, nos admiramos de la sucesión de seis presidentes en seis años en Perú, pero olvidamos que acá fueron nueve en diez años. Solamente tres fueron producto del voto ciudadano (Bucaram, Mahuad y Gutiérrez), tres llegaron por sucesión constitucional (Arteaga por tres días, Noboa y Palacio), uno fue producto de un interinato no contemplado en el ordenamiento jurídico (Alarcón) y dos se instalaron por un mismo golpe de Estado de horas de duración (juntas de militares y civiles en el golpe contra Mahuad). Las soluciones propuestas en aquellos tiempos fueron las mismas que ahora agitan las calles peruanas: que se vayan todos y asamblea constituyente. Ambas exigencias se cumplieron y solamente sirvieron para entronizar a un caudillo. Cuando este abandonó el escenario se hizo evidente la inutilidad de las soluciones, lo que debería servir de alerta para los vecinos del sur.

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Sostenemos, con mucha razón, que una de las causas de la crisis peruana es la ausencia de partidos políticos con principios sólidos y base social estable. Si miramos hacia adentro comprobaremos que esa realidad la vivimos desde finales del siglo pasado. Durante más de dos décadas hemos visto, por un lado, un desfile de membretes que despiertan en cada elección para presentar candidaturas de deportistas y figuras de la farándula y, por otro lado, un mercado de alquiler de siglas para el mejor postor. Lo más grave de esto no es la ausencia de institucionalización de la representación, sino la pedagogía negativa que se hace sobre los electores. Como señala el politólogo peruano Carlos Meléndez, es el caldo de cultivo para que surjan las identidades “anti”, aquellas que no están a favor de alguien o de algo, “que no saben lo que quieren, pero sí saben lo que no quieren”. En este escenario, la mediocridad se alza con un triunfo inapelable.

Sin comparación no tendríamos ciencia, especialmente ciencias sociales.

Cuando sostenemos, también con mucha razón, que el diseño institucional peruano alienta la confrontación y conspira contra la gobernabilidad, debemos volver la mirada a nuestro propio desbarajuste. A las pugnas que podrían considerarse tradicionales, entre el Ejecutivo y el Legislativo, se añaden las que involucran a jueces, fiscales, miembros del CPCCS, alcaldes, prefectos e incluso cuerpos policiales y militares. Todo ello sobre una olla de presión puesta a fuego altísimo por dirigentes sociales radicales. Lo de Perú puede quedar chico si se deja que esto siga por el camino que se ha marcado en los últimos años.

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Una muletilla largamente repetida por políticos, periodistas y opinadores dice que toda comparación es odiosa. Nada más lejos de la realidad. Sin comparación no tendríamos ciencia, especialmente ciencias sociales (incluida la política). Es un espejo que debe ser utilizado a diario para mirar la propia situación. Haríamos bien en no evadir el reflejo que nos proporciona la realidad peruana. Lo mismo es válido para chilenos y venezolanos, que viven procesos azarosos de convulsión social, caos institucional y pérdida de referentes políticos. (O)