Muchas de las actuales formas de vida deben cambiar, para que desde la conciencia de la interdependencia de los individuos entre sí y con la naturaleza apunten al cuidado de la vida y a la sostenibilidad. La prudencia en la utilización de los recursos debería formar parte de una suerte de mentalidad colectiva que defina a la especie humana. La educación –como siempre– se presenta, entre otras acciones, como ineludible para que caminemos por ese rumbo y alcancemos mejores niveles en la restauración, preservación y prosperidad ambiental y social.

La contemporaneidad mundial y local tiene algunos elementos que la identifican. El calentamiento global que se manifiesta devastador y amenazante en hechos como el aumento de temperaturas es uno de ellos. En algunas localidades del hemisferio norte se han registrado temperaturas superiores a los cincuenta grados centígrados y los inviernos del sur son los más cálidos de la historia. Los glaciares polares se derriten y también las nieves de las montañas, causando graves problemas que perjudican al ambiente y deterioran la vida de las personas. El nivel del mar aumenta afectando a comunidades y ecosistemas costeros, como las de algunas islas del Pacífico, Venecia, New Orleans, Vietnam, el delta del Mekong en China y muchos otros lugares. El fenómeno de El Niño ya se muestra y se prevé que cause grandes estragos.

Todo ese panorama desolador es, en gran medida, producto de las formas de vida de los destructores seres humanos, que impactan en la biodiversidad del planeta porque alteran y destruyen hábitats, comprometiendo la disponibilidad de agua dulce, la seguridad alimentaria, la salud pública, especialmente en comunidades vulnerables, entre las cuales estamos nosotros.

Debemos parar. Debemos adoptar prácticas individuales y colectivas más inteligentes que tengan como objetivo a la protección de la vida. El desaforado consumo, impulsado en todo el mundo por quienes venden indiscriminadamente, pese a que eso afecte a la vida colectiva, debe ser atenuado y encauzado hacia niveles más sostenibles que, considerando la lógica de producción y consumo, también vital, alcance mejores estándares de sostenibilidad.

Otro elemento de esta época, especialmente nuestro, es la extrema inseguridad que a modo de flagelo nos cubre, minando el legítimo derecho a una vida armoniosa y pacífica y destrozando el destino de ciudadanos, familias y de la sociedad toda. Vivimos el dolor y la desesperanza puede apoderarse del alma colectiva, casi quebrada por los grandes errores de todos y especialmente de las élites de este país que, con las excepciones de rigor, se han mantenido en ese estatus porque ese ha sido su objetivo, sin incorporar su ineludible responsabilidad para contribuir efectivamente con el desarrollo de los otros.

Debemos parar. El modelo que nos ha traído hasta este estado de cosas en lo climático y en la seguridad ciudadana ya no es viable. Para cambiar, debemos desarrollar nuevas formas de ser y estar y así romper el letal paradigma. ¿Podemos hacerlo nosotros los individuos? Sí, porque, al fin y al cabo, somos responsables de nuestras decisiones y acciones. (O)