La que termina ha sido una semana de mucha nostalgia: hace 20 años estaba yo de visita en Japón, invitado por su Cancillería, en el mes en que se rememoraban los 60 años de la devastación de las bombas atómicas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki y que cambiaron para siempre el destino de esa nación y su impacto en la geopolítica mundial.
Ahora, con todos los conflictos que se viven en la Franja de Gaza, donde el planeta ve la hambruna en transmisión en vivo; la que parece interminable confrontación entre Rusia y Ucrania, sin mediación que logre silenciar las armas; o las guerras no formales del narcotráfico tanto en territorios americanos como europeos y asiáticos, ese recuerdo atómico, que llegó a los 80 años, ha pasado por la discusión social con menor interés.
Pero mis recuerdos siguen latentes: llegar a Hiroshima desde Tokio en tren bala, al que el sistema magnético de sus rieles le permitía superar los 300 kilómetros por hora, y recibir de entrada en esa ciudad la advertencia de que afuera, en 2005, 60 años después, seguían existiendo niveles de radiactividad “tolerables para el ser humano”, fue uno de los primeros choques emocionales de la visita. El mensaje tácito era: “Afuera todavía existe la radiación generada por la bomba; tú decides si te bajas o sigues”. Y, obviamente, había que conocer.
Hiroshima, una ciudad muy moderna, con centros de comercio subterráneos y mercados de verduras en el cuarto piso de un edificio con un rápido ascensor. Donde se han mantenido intactos los vestigios del domo cuya estructura resistió a la bomba, o algún portal en que la presencia humana quedó literalmente impresa a manera de sombra. Fue sobrecogedor estar ahí, dialogar entonces con alguno de los sobrevivientes y a través de ellos entender que las conflagraciones políticas que derivan en las armas son solo el camino a la autodestrucción, y que de las crisis más profundas, como la de haber sido como ciudad sorteada para el lanzamiento de la bomba atómica, hasta de eso, ha sido capaz de levantarse un pueblo disciplinado como el japonés, aprovechando las ayudas adecuadas. Ver el desarrollo industrial de ese país, donde los apellidos se convirtieron en marcas y algunas de ellas han logrado dominar al mundo, es digno de encomio.
Pero los recuerdos también empujan a las odiosas comparaciones, que alguna vez ya pensé no hacer más. Prefiero hablar de lo que se debe asimilar. Como aquello de la puntualidad japonesa, más frenética que la famosa puntualidad inglesa, de la que aprendí que llegar a una cita “10 minutos antes es mejor”.
O la combinación de talentos y creatividad con lo comercial, con un clarísimo mismo fin. La dureza con la que se imponen metas, como el ingreso a la universidad, tras rigurosos procesos, y el trabajo social que se hace para que quienes no lo logren no opten por la autoeliminación, como ocurría en los tiempos de mi visita. Aprendí que la paciencia es excelente consejera y que la disciplina redunda en éxito.
Ahora mi nostalgia deriva en añoranzas. De que en este nuestro convulso país haya más momentos de cordura, disciplina y efectividad, como los que vi hace ya dos décadas por allá. Ojalá. (O)