Era la segunda ocasión en que veía la película Los olvidados, del magistral director Luis Buñuel; la primera había sido décadas atrás en un cine argentino. Esta vez asistía a un seminario virtual sobre el tema de las violencias y previamente debía analizar la cruda cinta mexicana que ganó como la mejor dirección en el Festival de Cannes, en 1951. Considerado uno de los 100 mejores del Séptimo Arte, el filme integra la lista del Registro de la Memoria del Mundo como patrimonio documental de la Unesco.

Escribo hoy sobre una película de hace 73 años porque la trama no se inmuta ante el paso de la historia. A pesar de las brutales experiencias que hemos vivido como región y de las estadísticas que sitúan a América Latina como la más inequitativa del mundo, no aprendemos. Veía la cinta y pensaba que las imágenes en blanco y negro eran las mismas que atestiguamos a diario: rechazo y abandono familiar, abuso sexual, pedofilia, alcoholismo, drogadicción, pandillas, armas, robos, asesinatos, insuficientes políticas de protección.

De lo que hablamos es de la extrema pobreza, donde sobrevive el niño o joven que es más violento, arrastrado por la pulsión de muerte que llevamos todos contenida, a fuerza de la ley y la cultura. Alguno podrá escapar de la condena cuando aparece un acto de amor, un rayo de esperanza en la tragedia: una autoridad decidida, un maestro que en ti confía, un amigo que te cobija, un beso inesperado. Resiliencia. Y ahí lo contingente es determinante.

Importante reflexión pospelícula que distingue la ‘violencia edípica’ (una madre repudia a su hijo porque le recuerda al padre que la abandonó; un niño desamparado lacta de una vaca escuálida; un joven tiene sexo con una mujer mayor), de la ‘violencia estructural’ sobre la que poco intervenimos como sociedad. Una violencia que se inicia como agresión de palabra y acaba como pasaje al acto violento, con escasa posibilidad de regreso.

Se conversaba durante el evento que la fortaleza de la ley a veces regula excesivamente la violencia; tanto que, en Japón por ejemplo, la violencia se expresa contra sí mismo, a través del suicidio. De allí que los seres humanos usemos vías de escape de ese latente goce mortífero, por medio de la broma, burla o ironía; del carnaval y el disfraz de demonio; de la corrida de toros, la cacería o el box; en un intento por modularnos en las zonas ambiguas socialmente aceptadas.

Freud planteaba en 1929 las tres fuentes de las que proviene nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad del cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos entre la familia, el Estado y la sociedad. Y es este último sufrimiento el que causa más estragos en la subjetividad humana.

Tal es nuestra insensibilidad con los demás que a veces parecemos animales sin collar, rabiosos y desbocados; sin embargo, hay salidas para contrariar al destino. Sublimar la pulsión de muerte a través del arte, el deporte, el trabajo, el amor; conversar con otros, de una buena manera, sobre esos agujeros negros de impulsos destructivos sin sentido que nos angustian son algunas de ellas. (O)