Mi más reciente paso por la tradicional ciudadela Urdesa, aquí en Guayaquil, me permitió llevar la triste cuenta de cinco “orinadores urbanos”, en circunstancias insólitas: un taxista que detuvo el tránsito para bajarse y hacerlo en el jardín de un parterre; dos motociclistas, de aquellos de cajón de delivery, haciendo lo propio en mitad de otras de sus calles; otros dos, aparentemente transeúntes, que tampoco tuvieron empacho en mostrar “sus vergüenzas” junto a árboles y postes de transitadas calles.
Ya en avenidas un poco más amplias, donde los exponentes de la urgencia urológica parecen haber adoptado los bajos de pasos a desnivel también para el descargo de sus vejigas, a este desorden urbano se suman con fuerza los motociclistas, muchos de ellos sin cascos ni placas, que aparecen a gran velocidad por los cuatro costados de autos, camionetas, camiones o tráileres; se pasan las luces rojas sin desparpajo y cruzan hacia el lado de al frente sin respetar retornos ni señales, con un permanente apuro que magnifica los riesgos para todos y los ha convertido en clientes fijos de las salas de emergencia de hospitales públicos. Y si alguna vez respetan un semáforo, se la pasan deambulando por entre los carros, rayando carrocerías, hasta llegar adelante del tropel y ser los primeros en acelerar. En los pocos operativos que he visto para las motos, que ahora se compran hasta en los supermercados, revisan los documentos de sus ocupantes, pero cero sanciones por las horrendas violaciones a la ley de tránsito.
Y si hasta aquí nos parece poco caos urbano, la parada en doble columna ha vuelto con fuerza. La avenida Nueve de Octubre es la reina. Autos, taxis, camiones de descarga de productos y un largo etcétera se paran sin remordimiento y reducen por largos ratos la capacidad de transitar a la mitad. Algunos, incluso, teniendo a pocos metros un parqueo que parecen descartar porque quieren esperar o descargar ahí, juntito a su objetivo.
¿Qué nos está pasando como comunidad? ¿En qué momento normas que parecían ya aceptadas han sido nuevamente ignoradas deliberadamente y sin miedo alguno a sanciones, multas o encarcelamientos, como lo evidencian los alegres “orinadores” que ahora se ven por doquier? ¿Por qué retrocedemos en respeto a las reglas y en amor por una ciudad que de caos sabe bastante, cuando en décadas como la de los ochenta vivía rodeada de montañas de basura que nadie recogía?
Mi edad y mi experiencia periodística me permiten recordar cómo en el proceso de cambio que se inició en 1992, con un liderazgo fuerte como el de León Febres-Cordero, las miserias de la ciudad salieron a la luz. Tanto él como su sucesor, Jaime Nebot, en un trayecto de aproximadamente 25 años, dieron un vuelco a lo que antes cronistas extranjeros llamaron “la Calcuta de Latinoamérica”, en alusión a la ciudad más pobre de India.
Y si bien creo en los procesos políticos y los péndulos en los que, a lo largo de la historia, aquí y en muchas democracias los electores se deciden en su momento por otra propuesta, no acepto que el cambio, más allá del estilo y lo ideológico, marque un retorno al caos del que tanto nos costó salir. (O)