La primera vez voté con emoción. Con la curiosidad de quien por primera vez hacía lo que había visto hacer a mis mayores, desde la vuelta a la democracia, casi una década antes de ese primer sufragio mío. Recuerdo esa vez sí haberle puesto atención a la campaña y presenciar así uno de los combates verbales más violentos que se habían vivido: los insultos, sobre todo entre finalistas, no descendían de calificativos como “payaso” o “esperma aguada”.
La siguiente vez ya fui a las urnas con una visión más exigente, profesional, informada. Con una actitud más crítica y exigente. Y a pesar de la avalancha de información que tenía por mi calidad de periodista político, la decisión fue difícil y grande el cargo de conciencia de fallar al hacerlo.
Luego vinieron un desfile de elecciones, emparentadas con la constante caída de gobiernos, que no hicieron en mí más que incrementar ese sentimiento de culpa de tener que darle el voto a una opción, a la que en algo se asimile a mis convicciones, pero ya conocedor pleno de que una cosa es la campaña y sus promesas sin medida y otra el ejercicio del poder, donde existe ya una máquina en movimiento que poco o nada considera esas promesas, con los aditivos que le agregan los altos intereses económicos y la corrupción. Máquina cuyo timón es muy difícil de girar y cuando se lo logra, el iceberg de la burocracia lo único que le garantiza es un naufragio seguro.
(...) vaya y vote pensando en la familia, en el bienestar de los que lo rodean, en el país.
Mañana, en cambio, iré a votar con temor. Con el temor que afecta sin duda a la gran mayoría de los ecuatorianos que no queremos estar entre los “daños colaterales” de esa guerra urbana que hemos visto en los últimos meses, con estupor, como crece sin aparente control. En la que se secuestra o se mata en plena calle y a plena luz del sol a personajes y funcionarios, a tal punto de que esta campaña nos deja el hecho más execrable de los ocurridos en el país desde aquel 1979 en que se retomó, bien o mal, la democracia: el asesinato a tiros de un candidato presidencial en plena actividad proselitista, en una calle céntrica de Quito ante la mirada atónita de todos. Un hecho que sin duda ha provocado giros inesperados en la campaña y ha potenciado propuestas que parecían no terminar de cuajar. Un hecho sangriento que, semanas después, no ha podido ser clarificado, con investigaciones que el país exige.
Pero a pesar del adverso panorama de seguridad, hay que armarse de valor y salir a votar. Por la opción que crean la mejor para el actual momento de profunda crisis social que vive el país. Teniendo en cuenta que ahora menos que nunca debemos pensar en un mesías, menos aún, para un año y medio, que es lo que resta del periodo en que Guillermo Lasso decidió adelantar la entrega del poder y deshizo la Asamblea, a la que también en este proceso electoral hay que volver a conformar, esta vez con la desconfianza que genera su histórico desempeño.
Que nada de esto nos detenga. No. Tome sus precauciones, acelere el paso, no se quede haciendo sobremesa electoral, y vaya y vote pensando en la familia, en el bienestar de los que lo rodean, en el país. Finalmente, el voto sigue siendo el mayor vínculo que tenemos con la esperanza. (O)