Para determinadas sociedades políticas, el monitoreo de la calificación de una gestión presidencial cuando el gobernante deja el poder es de gran trascendencia por una serie de razones, entre ellas sería la opinión ciudadana respecto de su desempeño. En Estados Unidos, por ejemplo, hace décadas se analiza el impacto de la aprobación o no de un presidente al final de su ejercicio, no solo como dato estadístico, sino principalmente como objeto de reflexión a la hora de sugerir modelos políticos, que en un momento determinado inclusive pueden llegar a ser anecdóticos. Hay que reconocer que en la actualidad, el interés por conocer dicha valoración presidencial trasciende cualquier lectura académica y se convierte, en determinados casos, en razón de ser de una trayectoria política.

En el caso ecuatoriano existen algunos estudios que determinan la aprobación de distintas gestiones presidenciales en los últimos 40 años, encontrando varios datos interesantes. Así, por ejemplo, y sin entrar todavía al análisis de la gestión de Lenín Moreno, se puede establecer que de los 12 presidentes anteriores, 10 dejaron el poder con una aprobación superior al 30%, que podría interpretarse como aceptable para los niveles actuales, mientras que solo 2, Bucaram con 6% y Mahuad con 7%, acabaron con una aceptación notoriamente baja al analizar su gestión. Los tres mandatarios con mayor aceptación al momento de dejar el cargo fueron Roldós (44%), Durán-Ballén (38%) y Rafael Correa (46%). En todo caso y a base de esos datos sería posible conjeturar que salvo experiencias traumáticas, un gobierno podría sostenerse y terminar su ejercicio de poder con niveles de aceptación superior al 30%, aun tratándose de casos de gobernantes sin gran arrastre popular.

A pocas semanas de que Lenín Moreno deje su cargo, es posible que la calificación de su gestión termine siendo la más baja de las últimas décadas (en los actuales momentos no supera el 4,8%), es decir, inclusive peor que la de Bucaram y Mahuad, lo que marcará un registro sin precedentes para un presidente que termina el periodo democrático para el cual fue elegido. La historia juzgará de forma muy severa el desempeño del sucesor designado por Rafael Correa, un gobierno confundido y patético en varios aspectos, pero en ningún otro tan desequilibrado como el de la gestión de la salud pública. El problema termina siendo que una decepción de estas características podría traer consigo también un debilitamiento de la percepción democrática, lo cual es comprensible por varias razones.

Hay quienes, sin embargo, sugieren que no se preste mayor atención a los rigores de la aprobación de una gestión presidencial, advirtiendo por una parte que sociedades como las nuestras suelen tener mala memoria y, por otra, que lo importante es que, más allá de cualquier baja nota, un gobernante pueda terminar su mandato sin perjuicio de la total desaprobación ciudadana. Sí, quizás sea ese el verdadero espíritu de la democracia, pero a qué riesgo severo se la somete cuando se elige de forma desacertada. Estamos a dos semanas de conocer si hemos aprendido la lección. (O)