A veces no apreciamos algo hasta que lo perdemos. Valoramos tener lo “necesario”. Sucede que muchas de las comodidades y recursos básicos de las que nuestra civilización goza hoy dependen de un frágil orden de miles de millones de transacciones y conexiones que enlazan a todos los habitantes del planeta, estén ellos conscientes o no. Leonard Read explicaba esto en su célebre ensayo “Yo, el lápiz”.

Read pretendía ilustrar aquel punto que hiciera mucho antes Adam Smith en su libro La riqueza de las naciones. Smith y Read explicaban que la riqueza proviene de la división del trabajo y que es el comercio el que permite una asignación óptima de los recursos escasos. Por ejemplo, alguien trabaja en una fábrica de cierres en Ningbo (China) que luego otro en una fábrica en Pelileo (Ecuador) adhiere a unos jeans. Todavía otro participó en la elaboración de la tela para jeans, quizás en una fábrica ubicada en otra ciudad en China, Turquía, o Brasil.

Hemos logrado llevar la división del trabajo a niveles sin precedente en la historia de la humanidad de tal manera que el precio de muchos de los productos y servicios que consideramos básicos han venido cayendo constantemente, como lo demuestra el Índice Simon de Abundancia. Este índice indica que el precio promedio en tiempo –esto es, el tiempo que una persona debe trabajar para obtener algo– de 50 materias primas cayó en un 72,34 % entre 1980 y 2018.

Nos hemos acostumbrado a cosas que antes eran lujos de pocos. Esta semana el mundo vio con estupor cómo se iba clausurando el tráfico aéreo en múltiples países. Nos hemos acostumbrado a que sea común viajar en avión. Y cada vez más personas lo han venido haciendo. Por ejemplo, entre 1974 y 2018 la cantidad de pasajeros transportados por las aerolíneas a nivel mundial aumentó en un 843 %. Aún así, en 2017 se estimaba que solo 20 % de la población mundial se ha subido alguna vez al avión, y solamente ese año, 100 millones de asiáticos volaron por primera vez.

El caos que se ha desatado conforme los países toman diversas combinaciones de medidas para contener el avance del COVID-19 se debe a que mucha de la “normalidad” de nuestras vidas –como la opción de viajar en avión– depende de un mundo profundamente integrado y el combate de este virus requiere precisamente que reduzcamos considerablemente esa interdependencia.

Por mucho tiempo hemos dado por sentado la prosperidad que resulta de un mundo globalizado. Si algo debemos aprender de esta crisis es lo difícil que es la vida cuando se cierran las fronteras y se dificulta gravemente el comercio. Además, deberíamos de aprender que, aunque ciertas restricciones son necesarias por razones sanitarias, otras son muy perjudiciales por las mismas razones. Considere el daño ocasionado por la Administración de Drogas y Alimentos (la FDA) y por el Centro para el Control de Enfermedades de EE.UU., organismos estatales que obstaculizaron el desarrollo, distribución y realización de pruebas en ese país.

Los políticos tienen ahora la difícil tarea de encontrar un sano equilibrio entre limitar las externalidades negativas del contagio del virus y limitar el daño de estas a la economía y a nuestras libertades.

*Nota: En la versión original de este artículo publicada en la edición impresa cometí el error de decir que en 2017 se estimaba que el 80 % de la población mundial se había subido alguna vez en un avión. La cifra correcta es 20 %.