El sheriff Matt Dillon defendía a Regate de los forajidos. Al sentirse superado, armaba al pueblo para neutralizar la amenaza. Tras la pantalla se imponía “la ley del revólver”. Los noticieros nacionales muestran robos, asaltos, homicidios, femicidios, fratricidios, civiles armados, en una sociedad desprotegida, temerosa, insegura. Surgen voces exigiendo autoprotección. Rigurosos exámenes garantizarían la idoneidad del “pistolero” en un país donde el dinero compra todo, y la mezcla pobreza-corrupción-violencia-armas puede generar un ‘oeste’ más sangriento que Regate.

Compatriotas enrejan más sus casas, caminan temerosos, tiritan en buses, organizan guardias. Los demasiado indignados exigen pistolas: ¿será lo correcto? Estados Unidos sufre los efectos por armas en manos civiles, facultadas por la Segunda Enmienda y ‘santificada’ por el actual presidente. La ley de ‘seguridad escolar’ de Florida permite a profesores y otros empleados usarlas en áreas educativas y genera reclamo ciudadano que pide sentido común y su estricto control. 22 muertos y 24 heridos recientemente en Texas, se suman a una lista sangrienta desde la masacre de 1966.

En Brasil, Jair Bolsonaro ganó la presidencia ofreciendo porte de armas contra la delincuencia, en un país con cifras de 31,6 muertos por cada 100.000 habitantes el año 2017 (65.000 personas), la mayoría negros, mujeres, de la comunidad LGTBI, según el IPEA y el Forum Brasileño de Seguridad Pública. Esto podría empeorar con el decreto gubernamental de flexibilidad en armas apoyado por solo el 26% de brasileños. De aplicarse en Ecuador algo similar, quizá el blanco mortal sean los grupos mencionados, incluyendo a los hacheros. Las cifras fatales en la región también las sufren México, Colombia, Venezuela y Centroamérica.

Si hay déficit de dotación policial e implementos, que el Estado haga los esfuerzos para cubrirlo. Pero la delincuencia también debe ser combatida desde las carencias de valores, educación, respeto, normas de urbanidad, empleos, líderes probos, políticas culturales inclusivas, estímulos deportivos, sentido comunitario, tejido social. Legitimar armas en nuestro medio puede desatar la barbarie. Se las debe rescatar de manos extrañas, como los decomisos recientes en Quito y Guayaquil; se necesita capacitar a la fuerza pública, fiscalizar a los juzgados para que cumplan eficazmente su labor. Positiva esa alianza del Gobierno con algunos GAD (Gobierno Autónomo Descentralizado) para combatir el delito.

Una nación encaminada al desarrollo necesita soluciones inteligentes a sus problemas; en este caso de inseguridad por la creciente delincuencia, armar al pueblo no lo es. Exijamos estrategias preventivas, no solo con policías en sitios precisos, controles constantes, dispositivos técnicos, instruir a la población, sino también implementando políticas para cambiar la cultura de violencia en una sociedad convulsionada.

Los ciudadanos no necesitan armas para imponer la paz, sino un Estado que les garantice la seguridad necesaria para vivir sin rejas ni pistolas. (O)