Leí una frase de Nietzsche que me dejó, como muchos de sus pensamientos, inquieta. Decía el filósofo alemán que el resentimiento es una forma de defensa de los naturalmente débiles contra los naturalmente más fuertes. Me incomodó la palabra “naturalmente” porque la naturaleza no determinó que haya gente explotada obligada a sobrevivir con un salario miserable ni personas condenadas a nacer en países en guerra, o con economías desastrosas, o marginalizados por su color de piel u origen. No, nada de esto es natural. Y sin embargo es cierto que el resentimiento es una forma de defensa de quienes están en una posición de debilidad contra aquellos que tienen mayor poder, ya sea éste producto de la acumulación de dinero, educación pagada (universidades de élite), poder político, influencia social, fama. Este resentimiento, más allá de ser una defensa, es una especie de venganza: no tengo lo que tú tienes, pero al menos me es dado sentir este rencor. Existe una palabra alemana que describe a la perfección lo que siente el resentido cuando sobre el poderoso desciende algún mal: “Schadenfreude”: el placer que sienten unos ante el padecimiento de otros. Así, a algunos les apasionan las miserias de reyes, reinas y billonarios, gozan metiendo las narices entre los trapos sucios de actores, cantantes, estrellas de primera o de cuarta. La chismografía de la cual viven incontables revistas, programas de televisión, vídeos de YouTube, series de Netflix alimenta esa pequeña bestia que llevamos dentro y que dice, con una sonrisa maliciosa, “mira que a la final no les fue tan bien”. Como si su padecimiento contribuyera a aumentar nuestra felicidad, como si los vicios y penas de los ricos y famosos nos hicieran a nosotros, medio pobres y medio anónimos, mejores.

Lo cierto es que el resentimiento es una fuerza destructiva que no mejora a quien lo experimenta ni es capaz de generar cambios en las jerarquías (no a largo plazo, no de manera sensata y sostenible). El resentido está obsesionado con sus “enemigos” y redefine lo injustificable (la violencia, la persecución política, la intolerancia) como bueno y necesario. Basta mirar, por ejemplo, la Revolución bolchevique. En una Rusia zarista donde durante siglos se había explotado a los siervos, donde pocos vivían en un lujo extravagante mientras que millones morían de hambre y frío, es evidente que había madera para una buena fogata de resentimiento. Y así como es evidente que era necesario implementar un sistema justo que reemplazara al anterior, las cosas se hicieron con tal brutalidad que la tierra, sembrada de sangre, fue incapaz de florecer.

Está comprobado, con cifras y hechos, que desde un inicio Lenin no fue más que un radical, un tirano cruel y abusivo, insaciable en su sed de venganza. Y ni hablar de lo que sucedió más tarde durante el reino del terror de Stalin. A mi modo de ver, esta y otras revoluciones “socialistas” no fueron más que una reversión del sometimiento. Los que un día estaban abajo recibiendo palos ahora estaban arriba dándolos.

De entre las decenas de memorias de émigrés rusos que he leído, hay una que dejó en mi mente una imagen tan intensa y reveladora, tan poderosa que me parece haberla visto con mis propios ojos. Es una imagen de la vida real narrada por Teffi, columnista y satirista rusa (San Petersburgo 1872-París 1952) famosísima en su época, quien tuvo que huir de su país así como millones de sus compatriotas que terminaron en Berlín o París viviendo la precaria y nostálgica existencia de los refugiados. En su espléndido libro Memories. From Moscow to the Black Sea, esta agudísima escritora nos regala una imagen esencial para comprender la naturaleza siniestra de ciertas revoluciones engañosamente vendidas como hechas en nombre del “bien”. Estamos en 1918, en un pueblo fronterizo por donde Teffi estaba de paso junto a la compañía teatral con la que iba de gira hacia Ucrania (con las segundas intenciones de escapar de los bolcheviques). Allí se toparon con un “Comisario de las Artes”, uno de esos tipos resentidos y oportunistas que durante las revoluciones violentas y caóticas logran hacerse de unas migajas de poder a las que aprovechan al máximo. En el sagrado nombre del Proletariado, el comisario desalojó dos habitaciones donde se hacinaban mujeres y niños, y obligó a los artistas a quedarse algunas noches en el pueblo (de lo contrario les negaría el permiso de tránsito) y representar en el teatro local (un establo) sus obras a las que él censuraría previamente para cerciorarse de que sirvieran a la Revolución. El tal comisario vestía siempre un larguísimo abrigo de piel al que iba arrastrando por las calles mientras peroraba sobre arte y justicia social, un costosísimo abrigo en cuya espalda se podía ver un agujero de bala bordeado de sangre, de la sangre todavía fresca de su antiguo propietario. (O)