El comportamiento de las masas ha ocupado a más de un pensador. Al parecer, la sensatez, compasión, decencia innatas se disuelven en la ira común. Nuestras mentes racionales, al alinearse bajo banderas y eslóganes, se transforman en cabezas de fósforo a las que cualquier chispa incendia a una velocidad e intensidad irracionales. Alguien enciende la primera llama, por ejemplo, calumniando al enemigo imaginario (llámese judío, musulmán, mexicano, refugiado), y en un abrir y cerrar de ojos miles de personas se convencen no solo de la veracidad de esa mentira sino que actúan motivadas por ese estímulo. Y ya conocemos las acciones de las cuales son capaces las masas…

Antes del advenimiento de los medios de comunicación de masas, los individuos se ponían en contacto e intercambiaban opiniones, informaciones, rumores y chismes cara a cara. Los panfletos y hojas volantes, nacidos con la imprenta, aceleraron el proceso de consolidación de movimientos masivos a los cuales se alimentaba información verdadera o falsa para incitarlos a pensar y obrar de cierta manera. La prensa, radio y televisión aceleraron este proceso.

Hoy vivimos la dictadura de las redes sociales. En segundos es posible viralizar, sin ningún filtro, cualquier engaño. Es perturbador el poder que actualmente tienen los políticos para difundir su ideología, frecuentemente disfrazada de información. Diseminar engaños para manipular al pueblo es un arte que Rusia viene perfeccionando desde la época soviética y que hoy usa para desestabilizar a las democracias occidentales, ya sea basura contra Hillary Clinton viralizada días antes de las elecciones en Estados Unidos o rumores que alimentan la xenofobia en la Alemania del Este.

Hay que educar en actitudes y principios que formen ciudadanos positivos para la democracia: participativos, solidarios, tolerantes, capaces de discernir entre verdad y engaño, bien y mal.

Nos ahogamos en la catarata de información y desinformación de las redes sociales. Nadie tiene el tiempo para comprobarlo todo y pocos la preparación o el discernimiento para distinguir verdades de mentiras. Si los fascistas siempre han subido a su gente al tren del resentimiento, la frustración, los prejuicios y la desinformación, hoy en día tienen a su disposición un tren bala.

Alemania no olvida su historia: los nazis fueron pioneros de la propaganda política, difundieron su discurso de odio aprovechando el poder de los medios, la seducción del espectáculo de masas. Pero todo discurso antidemocrático solo echa raíces en ciertas personas y bajo ciertas condiciones. De ahí que Alemania y la Unión Europa (cuya supervivencia peligra con el avance del separatismo de la ultraderecha) se empeñen en fomentar la educación política para la democracia. Los valores que sustentan la democracia se siembran y cultivan. Debemos experimentarlos a diario en la familia, la escuela, la comunidad. Hay que educar en actitudes y principios que formen ciudadanos positivos para la democracia: participativos, solidarios, tolerantes, capaces de discernir entre verdad y engaño, bien y mal. Lamentablemente no todos crecemos en ambientes que promuevan al demócrata que todos podemos llegar a ser. Violencia psicológica, masculinidad tóxica, injusticia social y económica, violaciones sistemáticas de nuestros derechos nos convierten en individuos inseguros, resentidos, presa fácil de “salvadores” que prometen engrandecernos, restituir nuestra “superioridad”, como si esa venganza pudiera devolvernos la dignidad robada, robándosela a los otros. (O)